lunes, 7 de junio de 2010

Tramposa Cenicienta*


Hay textos que se abren paso con una contundencia que desmiente brutal, violentamente, la primera impresión sugerida por el ojo. Una novelita de apenas cien páginas, un libro finito y discreto con una linda tapa ligeramente pop, puede contener mucho, mucho más de lo que un lector desprevenido podría tolerar a la ligera. Hay cosas así en César Vallejo, cosas tramposas, pero no nos apresuremos.

Para decirlo de modo sintético, Hispania help es la historia de una mujer de más de treinta años, soltera, sin amor y sin ilusiones, que un buen día decide dejarlo todo y tomarse un avión a España, la madre patria, el horizonte de expectativas de casi todos los uruguayos demasiado haraganes para imaginarse una vida en otro idioma. Pero ella no quiere sólo irse. Ella quiere irse y ser otra. Quiere ser J.K. Rowling, o una escritora cualquiera que tenga éxito, que gane mucho dinero, que logre aplastar, con la implacable y definitiva maldición de la buena fortuna, todas las frustraciones y toda la estupidez de la vida, esa cosa dada no sé sabe muy bien para qué, si ni para honrarla ni para respetarla ni para multiplicarla. La mujer sola está sola pero no es estúpida, así que bien puede imaginar un par de conjuros, una colección de sanos deseos de hacer el mal que le permitan llegar hasta el otro lado del océano con algo más que una mano atrás y otra adelante, que fue como llegaron sus abuelos y sus padres al Uruguay, con la cabeza baja y una sensata y prosaica convicción de que debían durar y aclimatarse.

Risas cuadradas.

Lo primero que hay que decir de Isabel es que no sabemos su nombre. El que usa no es el verdadero, y el verdadero no le sirve para nada. Nada de lo que trae le sirve para nada, salvo la incombustible astucia de máquina deseante, impelida hacia el frente, tironeada desde adelante por una especie de cabeza escaneadora que registra lo que ve, y lo que oye, y lo que sin oírse, se sabe. En el primer capítulo es una mujer crecidita que vive con sus padres, trabaja en la zapatería Cristal, compra un periódico sensacionalista que le sirve de excusa para fantasear con el quiosquero, y no ha terminado la carrera de Letras -aunque ese extremo parece más un alivio que una culpa. En el siguiente los padres han muerto y ella ya ha perdido dos trabajos y un amante que mejor está así, perdido, pero como las cosas son dinámicas y hasta lo peor puede empeorar, la idea de juntar los ahorros e irse a España empieza a orientar los hechos. El camino de despedida de las cosas conocidas -el abuelo en la casa de salud; el único amor verdadero que no está, porque se murió o fue abducido, según a quién se le crea; los incontables parientes que para poco sirven- no conduce al personaje hacia un relato unificador en torno a la memoria (¿cómo unificar un caldo knorr, una gota de aceite, un agujero negro?) pero lo revela en su singularidad total, en la absoluta soledad de una fuerza básica y mal atada que tiene algo de huérfana y mucho de bestia, de animal mal parido.

La escritura de Estramil es tramposa, decíamos, como la de Vallejo. Es denotativa y precisa casi siempre, pero se apoya en el truco del peruano, ese que usaba cuando decía «yo no sé», y con eso dejaba caer el peso de la evidencia de todo el dolor universal sobre su precario lenguaje. Estramil dice «ya se sabe», o «y ya dije demasiado», o «Sin embargo. Sin embargo». Y es ahí, en el vacío del lenguaje apelando a lo que no hace falta decir, que el monto intolerable de sufrimiento que toda vida soporta en pequeñas dosis parece concentrarse sobre una persona sola, sobre un minuto total, con la desproporción de un castigo aleatorio.

Matar un picaflor.

Claro que Hispania help es, además de una poderosa muestra de escritura en primera persona (la primera persona del camarógrafo, del asesino enmascarado que sigue a su víctima, del robot que segmenta y registra la superficie de Marte; nunca la primera persona del vacilante o el timorato), una novela en la que pasan cosas. Menos el viaje a España, pasa todo. En un clima intoxicado por la narrativa en imágenes de David Lynch, Isabel se convierte en escritora, que es lo mismo que decir que se convierte en asesina, en exitosa timadora, en experta en desilusiones ajenas que sirven para minimizar las propias. El camino de la literatura es tan duro como cualquier otro, e igual de aburrido a la larga, pero en el recorrido se pueden hacer muchas cosas. Lo sabe bien Isabel, que estudió letras y formó parte de una sociedad de poetas de objetivos tan secretos como los nombres verdaderos de sus integrantes. Un escritor puede hacer todo menos morir -aunque se han dado casos extraños, no siempre bien documentados, de escrituras póstumas- y tiene entre sus más loables cometidos llevar a la muerte, la humillación y la locura a sus personajes. Isabel es una escritora principiante, pero Estramil no, así que todas las posibilidades están usadas con acierto. Su protagonista embiste altivamente los obstáculos más o menos pelotudos que la vida le pone delante y alcanza toda su estatura, firme sobre piernas depiladas y bronceadas con abnegación de hija de inmigrantes gallegos, hasta plantarse frente al espejo que le muestra su cara verdadera. La cara que alguien verá por una vez, y después ya no verá nada.

Cuando este libro fue presentado, días atrás, en la 32ª Feria Internacional del Libro, Álvaro Buela señaló que, a pesar de las probables intenciones de la autora, la historia no le había parecido graciosa. Quien esto firma debe decir que, por el contrario, se rió casi continuamente mientras la leía. Es claro que la risa puede ser triste, y que el sarcasmo produce, por lo general, más amargura que sonrisas. Sin embargo, la Isabel de Estramil no se burla de los demás tanto como se encuentra graciosa y patética a sí misma, envuelta siempre en un pudoroso pañolón que desestimula la penetración en las áreas más aterradoras del alma. La tristeza, parece decir, es lo único privado que tenemos, así que me perdonarán si los entretengo con otras cosas. Además de episodios oníricos, fiestitas infantiles, historias de poetas y agudas observaciones sobre la calidad espiritual de los comerciantes, Estramil pone grandes montos de humor para mantener a sus lectores en un ritmo constante de ansiedad y empatía. No hay tiempo para distraerse. Son pocas páginas, pero no hay palabras de más.

Mercedes Estramil (Montevideo, 1965) ganó, en 1994, el Premio Municipal de poesía por su libro Ángel sólido (inédito), y en 1995 su novela Rojo (Banda Oriental, 1996) obtuvo el Gran Premio del concurso de narrativa de E.B.O y Fundación Lolita Rubial. Es colaboradora habitual del suplemento Cultural del diario El País.


Hispania help, de Mercedes Estramil, Montevideo, Hum, 2009, 108 págs. Distribuye Gussi. $ 230.

*publicada en REVISTA ESPECTACULAR en diciembre de 2009

No se culpe a nadie*


Al primer golpe de ojo ésta parece otra novela simpática del tipo “historias tragicómicas de personajes marginales”. Eso prueba que no hay que confiar en el primer golpe de ojo. Apenas avanzada la lectura Carlota podrida se revela como un texto de agudeza sorprendente, y mucho antes de haber llegado a la mitad cualquier lector habrá entendido, sin sombra de duda, que se topó con uno de los libros más bellos, más dolorosos y más inteligentes de la narrativa de los últimos veinte años.
Sergio Techera es un músico cuarentón de la ciudad de Treinta y Tres, que se gana la vida tocando cumbia en los bailes, a pesar de que odia la cumbia. Hubiera querido estudiar filosofía en Montevideo, pero la muerte de sus padres truncó ese sueño. El personaje de Techera puede parecer extraño a los montevideanos —un tipo hipereducado y culto que no tiene ningún vínculo con los sectores acomodados del pueblo— pero nuestro país da esos mutantes, que no deben ser confundidos con el clásico bichicome poeta, ni con el loco filósofo o demás pintorescos atorrantes profusamente rescatados por la literatura costumbrista. Ricardo Sergio Techera es hijo de una profesora de piano; creció durante la dictadura y se educó en la benéfica influencia de la restauración democrática. Es posible inferir, sin embargo, que Techera está bastante lejos de pertenecer al universo militante y culto de la restauración, y que es precisamente esa marginalidad la que afila el lápiz de su fina, dolorosa capacidad crítica.
Antes de seguir, conviene aclarar algo: la novela está narrada en dos secuencias que se intercalan. Una, en tercera persona, desarrolla una anécdota que tiene algo de policial, algo de sainete y algo de tragedia del subdesarrollo. En esa secuencia Techera es el héroe —un héroe devaluado, criminal— y cuenta con varios ayudantes y con un oponente abstracto, que es la vida misma.
La otra secuencia, que la tipografía distingue en itálicas, es un alegato perfecto, implacable y sin esperanza ante un tribunal más ciego que la mismísima diosa de la justicia. Escrita casi toda en segunda persona (esa primera persona falsa y demandante), es la carta de Techera a su víctima, y da cuenta de las razones que lo llevaron a cometer el crimen. Ambas secuencias funcionan, respectivamente, como relato y metarrelato.
ESTRELLA EN APUROS.
Lo que está narrado en tercera persona es la historia, desplegada cronológicamente, de un plan, su ejecución y sus consecuencias. El plan consiste en secuestrar a Charlotte Rampling —la estrella británica, ahora reconvertida en activista social— aprovechando su visita a la ciudad de Treinta y Tres en el marco de una gira benéfica. Rampling fue el gran objeto maravilloso de Techera; la forma misma de lo deseable; esa que mira desde la pantalla, y lo que mira no lo ve. El secuestro, por supuesto, no tiene nada que ver con ganar dinero, pero tampoco con satisfacer una calentura adolescente mediante el estupro. Lo que Techera quiere es arañar la burbuja aséptica que protege a Rampling y obligarla —amorosa, fervientemente— a oler un ensopado criollo, un efluvio de caña brasilera, un cabo de vela de sebo, una pared con humedad.
Nadie en Treinta y Tres conoce a Charlotte Rampling tanto como Techera. Y seguramente nadie en el universo haya dedicado tanto esfuerzo silencioso, tanto tiempo y tanto deseo a un objeto tan distante y helado, tan singular, tan poco apropiado para ese fin. Pero él no es de los que se alinean detrás de fetiches vulgares, ni de los que se dejan arrastrar por pasiones pelotudas. Él es un melancólico, un exquisito, un solterón solitario marcado a fuego por la certeza del simulacro y del error. Un fervoroso —aunque discreto— militante de la carencia.
SÓLO PARA SUS OJOS.
El plan sale bien, y la flaquísima estrella es secuestrada y retenida en un oscuro galpón que tiempo atrás alojó a una fábrica de enanos. Durante el tiempo que dura el encierro de la diosa, Techera está en constante víspera, siempre a punto de entrar al cuarto en el que yace Ella, pero no lo hace. Mientras tanto, escribe el largo texto explicativo, que puede leerse como el más conmovedor poema de amor desde aquel “soy yo, soy Borges” de El Aleph.
Y ahí es donde el texto de Espinosa desborda los límites de la novela moderna y arma su propio metarrelato, cerrando un paquete que es obligatorio describir como posmoderno, y que hace de este libro de poco más de cien páginas un objeto que se abre en innumerables direcciones. Porque el texto en itálica no es la cura de Techera mediante la palabra, sino la imposibilidad de la cura, porque no se puede confiar en las palabras. Es un repaso exhaustivo de los simulacros con los que debe transar una persona que no puede dejar de ver la diferencia entre el aire limpio que rodea a una estrella y la pestilencia que envuelve a una hembra de edad indefinida y vientre cruzado de estrías que sacude las caderas en un baile de Treinta y Tres.
Antes de ser el perfecto neurótico que escribe, Techera fue un niño como cualquiera, empecinado en unir las cosas del mundo, masivas e indistintas, a nombres claros y definitivos. Elaboró listas de pájaros, de juguetes, de personajes, de ciudades, como todos los niños. Es parte del crecimiento de cualquier sujeto bien logrado transformar esas listas de la infancia en relatos. Y es condición de posmodernidad entender que esos relatos son fábulas de escasa consistencia, simulacros, escenas hipertrofiadas que empobrecen la realidad, a fuerza de ofrecer mundos más coloreados, más nítidos y desodorizados. “Lo que quizás le resulte novedoso es que un Watusi de Treinta y Tres sienta algo así como angst porque la aldea en que transcurre su existencia no es Brujas ni Ciudad Gótica. Aquella noche pegajosa y tibia en medio del invierno, antes de entrar al cine, yo sentía eso: la rabia triste de un sordo absoluto de nacimiento que puede leer partituras de música barroca.”
Techera sabe que Charlotte Rampling es un objeto de deseo (algo sublime, en suma) pero decide retirarla del plano de los objetos fantasmáticos y sumergirla en el plano del olor de las cosas. Al mismo tiempo, necesita explicarle por qué lo hace. Necesita volcar sobre esa diosa humillada, no sólo su ansiedad, sino su desencanto. Necesita restituir cierta justicia a un mundo demasiado desparejo, y para lograrlo no alcanza con mezclar en la retorta del mismo aire caliente el sudor de una diosa y la pestilencia de unas chancletas de goma. “Los propósitos de mi relación, repito, siempre fueron exponer algo así como el backstage teórico del lapso horrible que intercalé en su vida [...]. Porque me pareció útil a ese propósito explicativo (aunque también por desconcierto, por miedo, por desahogo) describí mi propia situación de enunciación, ...”. Por eso, aunque el final esté lejos de ser optimista, hay, en la potencia misma del lenguaje, en su capacidad autorreflexiva, munición suficiente para enfrentar la caída de varios relatos.
Gustavo Espinosa (Treinta y Tres, 1961) es autor de la novela China es un frasco de fetos (H editores, 2001), ganadora del concurso Posdata 2000. Además ganó el premio Fondos concursables del MEC para la publicación de su libro de poesía Cólico miserere (Trilce, 2009).
Carlota podrida, de Gustavo Espinosa. Ed. Hum, Montevideo, 2009, 119 págs.
*publicada en EL PAÍS CULTURAL el 15/01/201

La madre del cine Z*

En el prólogo a Cien años de raros (Arca, 1966) Ángel Rama despacha en apenas un par de líneas las peculiaridades de Armonía Somers que justifican su inclusión en ese volumen, poblado exclusivamente por autores sombríos o delirantes. Dice que, de todos los seleccionados, ella es posiblemente quien “más tesoneramente representa el espíritu experimental, inconformista, subjetivo, de entonces” (habla de los años ‘40 y ‘50 en el Río de la Plata) y observa también que es difícil establecer sus influencias literarias. Algunas páginas más adelante, en la breve presentación que antecede al cuento “El desvío”, se extiende un poco más para dar cuenta del recorrido de Somers desde la audacia temática de La mujer desnuda (Clima, 1950) hasta su maduración artística en las obras posteriores, atravesadas por una “severa y feroz exploración de la sexualidad” y una “fascinante invención, profunda, compleja”.
Armonía Somers (cuyo nombre civil fue Armonía Etchepare de Henestrosa) no fue una escritora especialmente estudiada en Uruguay. Aunque siempre tuvo, como ella misma ha dicho, detractores y fanáticos, son escasas las publicaciones críticas sobre su obra, y por lo general las referencias se limitan a datos biográficos y breves apuntes sobre sus temas de preferencia y sus peculiaridades estilísticas. Condenada a habitar la góndola de los raros (y tal vez salvada por esa misma razón) Armonía Somers es sin embargo una autora consagrada, aunque sus historias, escabrosas y provocativas hace cuarenta o cincuenta años, ya no puedan escandalizar a nadie, y aunque su escritura, despareja y extraña, no se hubiera destacado nunca por la calidad de la prosa.
AQUELLA DECAPITADA.
Todo empezó con Rebeca Linke, una mujer que cumplidos los treinta años decide escapar de su vida de siempre. La fuga la lleva a una casa en el bosque. Allí termina de desnudarse, se corta la cabeza, se la vuelve a colocar “como un casco de combate” y sale al mundo. Era 1950, y nadie esperaba que una novela uruguaya hablara de una mujer desnuda que recorría los campos, entraba a las casas de los aldeanos dormidos y se frotaba contra sus cuerpos mientras les susurraba nombres exóticos y pensamientos impuros. Se dice que el libro levantó polvareda. No se sabía quién se ocultaba bajo el nombre del autor, y por lo tanto, no se sabía si había que celebrarlo o ignorarlo.
El relato, por su parte, era extraño desde todo punto de vista. Aunque recurría siempre a la legitimidad de la experiencia física —es decir, a las coordenadas del mundo real— se movía sin tribulaciones en un universo de acciones imposibles, de violación constante de los más elementales principios de realidad. La mujer ve su cabeza cortada —cosa curiosa, ciertamente, porque un cuerpo sin cabeza no tiene ojos. Luego de mirarla un rato, de hincarse frente a ella como si fuera un ídolo, de ensayar diversas formas de rendir homenaje a esa parte que ya no está en ella, la mujer (porque la mujer sigue ahí, en el cuerpo decapitado, y no en la cabeza suelta) toma la cabeza y la vuelve a unir al cuerpo. Se dirá que todo el procedimiento es raro, ajeno a las muchas posibilidades del realismo, pero más raro aún es que el cuello de la mujer duela, y que la figura rearmada tenga dificultades, por un instante, para reencontrar plenamente sus funciones de máquina, la visión a través de los ojos, el balance de lo que se ve y lo que se toca.
Razonablemente, la novela fue leída como una metáfora; como una alegoría de lo femenino liberándose del peso autoritario del logos y recobrando lo más puro de la naturaleza física primordial, sufriente y gozosa. Y eso, precisamente, esa obviedad de lo simbólico, esa sobreindicación del significado secreto es lo que hace que hoy resulte desproporcionada, pretenciosa, a la vez ingenua y solemne. Es claro que leer un texto y desconsiderar sus condiciones de producción es, al menos para este caso, tramposo y mezquino. Sin embargo, sobre lo impactante del relato en 1950 ya se ha dicho mucho, mientras que no se ha dicho tanto sobre lo que puede provocar una lectura actual.
CINE BARATO Y ATERRADOR.
Se conoce como “cine Z” a esa producción cinematográfica de bajo presupuesto y escasos valores dramáticos que ofrece, como contrapartida a su pobreza estética y conceptual, una descontrolada imaginación y altas dosis de sexo y violencia. Las últimas décadas han formado ejércitos de expertos en el género, gracias a la profusión de películas tipo Z en trasnoches de la televisión abierta y en ciclos especiales del cable. Cualquier espectador de cine Z sabe que las mujeres que andan desnudas por los campos, que se meten en las casas de los aldeanos y les perturban el sueño, que vuelven loco al cura y terminan provocando un incendio descomunal, son las reinas de la escena. Tampoco ignoran estos espectadores la profunda religiosidad que alienta en el fondo de esos dramas. Las mujeres malditas, los enanos, los personajes siniestros en general, están ahí, como en la novela gótica, para señalar las fallas del sistema y el descuido de las obligaciones hacia Dios. Contra la disciplina y la hipocresía del racionalismo, el oscuro retorno de la bestia, o la candorosa irrupción de la naturaleza primigenia. Rebeca Linke, víctima sacrificial en un mundo de hombres torvos y mujeres reprimidas, sería una gran estrella del cine Z. Sin embargo, la novela —y puede decirse lo mismo de toda la obra de Somers— se salva en otra parte, ajena a la truculencia de la trama o a los desbordes de la imaginación.
Elvio Gandolfo señala, en el prólogo de esta edición, que la autora “apenas quiere instalar, nada menos, el modo de contar una historia como nadie lo ha hecho antes”, y hay bastante de cierto en esa apreciación. Claro que no por el tema, ni por sus connotaciones, ni por las reiteradas imágenes de corte gótico (cuando no directamente gore), sino por la incesante irrupción de la voz narrativa en forma de reflexiones y juicios, de observaciones apodícticas que caen sobre la escena y sobre los personajes con el peso de la fatalidad y que golpean al lector con la fuerza de lo evidente naturalizado, lo que siempre estuvo ahí, pero sólo se hace notorio cuando alguien lo indica como con el dedo de Dios.
FIGURAS Y ACOTACIONES.
El asunto de lo extraño (o lo ominoso, o lo desnaturalizado) es el nudo del arte. Ya sea por parecerse a la realidad, sin serlo, o por distanciarse de ella, la representación del mundo se ofrece como arte precisamente en esa distancia entre la cosa y su imagen. En literatura, los más grandes autores son, generalmente, los que consiguen el efecto de extrañamiento del lector de manera sutil, casi involuntaria. Con Armonía Somers el punto no es tan claro. Por un lado, su escritura es una avalancha de imágenes, de oraciones retorcidas en las que la palabra parece perseguir una ilustración que dé color al juicio, a la reflexión moral, a la denuncia o la queja: “Por un breve segundo del asombro, tuvo la revelación de que recién acababa de saberlo, que no había presenciado él ese proceso que descompone a un ser tan ferozmente, sino que estaría cayéndole de golpe, quizás desde algún planeta en desalojo, el resto de humanidad que tenía delante.”(p. 36).
Es también exacta otra observación del prologuista, que compara el despliegue del relato con el de “un extraño mazo de naipes medievales entre visuales y narrativos”. Lo cierto es que la apretada prosa de Somers es, muchas veces, exagerada en el peor de los sentidos. Es inevitable, al leerla —aunque no siempre, no constantemente— pensar en la escritura de algunos periódicos de pueblo, con sus frases ampulosas, grandilocuentes, enemigas de la oración clara y de la información concisa. Sin embargo, y por otro lado, las observaciones son precisas y justas, más allá del ropaje retórico. Cuando los hombres de la aldea comienzan a formar una multitud que perseguirá a la mujer desnuda, se impone, entre las imágenes de persecución medieval, la contundencia de las razones explicitadas por la voz narrativa: “Uno, el primero en ser tocado por la novedad, tuvo la precaución de tomar la horquilla de peinar las parvas. Lo importante de aquel acto desmedido fue el ejemplo.” (p.42). Valiéndonos de la imagen acuñada por Gandolfo podríamos decir que a cada naipe visual o narrativo le sigue una especie de didascalia, una acotación del narrador que señala lo importante de cada secuencia. Y es en la lucidez de esas observaciones, en la precisión con que se solapan al desmesurado relato que Armonía Somers se diferencia de una simple contadora de historias truculentas.
PESADILLAS DE MAESTRA.
En diálogo con Miguel Ángel Campodónico (Armonía Somers, papeles críticos, Montevideo, Linardi y Risso, 1990) Armonía dice que le teme a “la malversación de fondos argumentales”. Dice también que no puede evitar vivir como un robo ese modo de arruinar algo, un tema, una historia que pudo haber sido buena y que termina siendo sustraída al patrimonio de todo lo narrado, que es único y común. Esa obsesión por el aprovechamiento de las historias posibles tal vez haya sido nociva para su obra, a fin de cuentas. Es notorio, al avanzar en la colección de relatos que se publicaron por primera vez en 1988 bajo el nombre de La rebelión de la flor. Antología personal (Librería Linardi y Risso, con prólogo de Rómulo Cosse), que la escritora fue una mujer acosada por historias posibles. Ella veía historias en todas partes, pero sobre veía la sordidez, la mezquindad o la tragedia allí donde la mayoría de las personas no ve nada. Una plaza con sus personajes fijos (todas las plazas los tienen: un mendigo, un fotógrafo, un lustrabotas, una señora que pierde la tarde alimentando palomas), un callejón cualquiera, una rica casa de balneario, un matrimonio de años, un entierro, cualquier asunto de todos los días podía ser atravesado por la mirada enturbiadora de esa mujer que se empecinaba en mostrar la parte embarrada del mundo. Hasta ahí todo está bien, pero el asunto se pone más difícil cuando entra a tallar, precisamente, la preocupación por no arruinar el tema. Tal como observó Rama, en Somers no son muy visibles las influencias literarias. Hoy podríamos sugerir que tal vez eso se deba a que no hay, no tiene influencias literarias de peso. Podríamos decir que fue, en tanto escritora de literatura, autodidacta. Así, su prosa es salvaje: poderosa e iluminada a veces; entreverada, disonante y oscura al minuto siguiente. Y aunque no la guiaran grandes nombres propios, es evidente que toda la literatura y toda la imaginería de Occidente la atravesaban. Sus temores y fantasías son los del folletín, pero también los de las leyendas y relatos, los de las creencias y los mitos paganos y cristianos.
Borges decía del puritano Nathaniel Hawthorne que era un autor “de imaginación” y no “de pensamiento”. Esa condición de Hawthorne, mucho más capaz de ofrecer imágenes que argumentos, lo condenaba a contar siempre historias alegóricas y relatos con moralejas. Algo similar ocurre con Armonía Somers, pero la peculiaridad de esta autora está en la forma en que las imágenes se alternan con las reflexiones, de modo tal que la moraleja no surge al final, sino que va acompañando la trama.
HISTORIAS ELEGIDAS.
La introducción a cargo de la autora de los relatos de La rebelión de la flor (la edición de El cuenco de plata no recoge el prólogo de Cosse de la versión de 1988) debe ser mencionada como un relato más, o como uno privilegiado. Siempre hay algo intenso, íntimo en la comunicación directa que un autor establece con su lector. Sin pretender atribuir algo como sinceridad o transparencia a textos de ese tipo, hay sí que reconocerles una capacidad única de seducción. Cuando un escritor habla de literatura con el lector —de sus propios libros, pero también de otros, o de temas, o formas, o problemas literarios— instala un vínculo de amor, o de adoración, distinto por completo del que surge al leer una historia. Los relatos leídos luego de esas palabras estarán, inevitablemente, modificados, porque la intimidad modifica las cosas para siempre. El criterio de selección para esta antología no es estrictamente el de las preferencias personales de Somers, sino otro, que ella explica para cada caso.
El resultado es coherente con el conjunto de su obra: alterna momentos de enorme intensidad y lucidez con otros de incomprensible y grandilocuente moralina. Aparecen temas recurrentes (la virgencita apresada en porcelana y cera, entrevista por Rebeca Linke en una casa de la aldea, casi al comienzo de La mujer desnuda y liberada por fin mediante el recurso de tentar a un hombre en “El derrumbamiento”; los extraños que se mueven por calles y plazas, invisibles para los paseantes habituales pero siempre sospechosos de vicios siniestros) que no son distintos de los que alimentan las pesadillas de toda una cultura. Se muestran también, como en una retórica anticuada hasta para ella, criaturas infantilizadas que casi siempre son negros o personas muy pobres y que tienen la función de ayudar al héroe o la heroína en apuros. Se incluye un relato inaudito cuya única justificación parece ser el vínculo mágico con Ángel Rama (“Carta a Juan de los espacios”) y otro, “Jezabel”, que hasta ese momento había permanecido inédito y que no termina de cuajar, por más buena voluntad que se le ponga a la lectura, como una historia bien contada. Pero también hay historias como “Muerte por alacrán”, “El entierro” o “La calle del viento norte” que ilustran con justicia las razones por las que Somers es admirada o defenestrada, casi sin grados intermedios.
Intensa, atrevida, rocambolesca, ingenua y descabellada, Armonía Somers no es una intérprete intelectual de su época y su cultura, como otros autores, sino una oficiante de los rituales compartidos, una mujer nacida en un hogar obrero que se lanzó a ilustrar pesadillas y amonestar, con voz de maestra brillante y esforzada, a los pecadores y mercaderes que desde el principio de nuestra era han estado profanando el templo.

La rebelión de la flor. Antología personal, de Armonía Somers, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2009, 189 págs.
La mujer desnuda, de Armonía Somers, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2009, 123 págs.


*publicada en EL PAÍS CULTURAL el 26/2/2010

El arte de la novela*

Entre los muchos problemas teóricos y prácticos que supone la escritura de cualquier novela, uno de los más importantes es el de la definición. Ya se sabe que mientras el cuento debe resolver el relato de un hecho atendiendo a la economía y a los actos, la novela puede permitirse la digresión, las trampas temporales y la combinación de discursos de diversas naturalezas. Sin embargo, aun con todas esas facilidades el escritor debe plantearse qué es, o qué será, el texto que tiene entre manos: ¿el relato lineal de una historia, más o menos dilatado en el tiempo?; ¿una colección de voces alternadas que obligue al lector al esfuerzo de armar la secuencia hasta encontrar la anécdota?; ¿una reflexión instalada sobre el soporte de un asunto cualquiera, más o menos trágico, más o menos trivial? En todo caso, la novela, cualquier novela, es, desde hace tiempo, un objeto problemático que ya no se ofrece con la transparencia de antes, cuando quería ser un espejo que se paseaba a lo largo de un camino. Estas dos piezas argentinas publicadas el año pasado pueden ser tratadas como soluciones opuestas al asunto de qué es y cómo es una novela.


ARTE NACIDO DE LA RISA DE DIOS.

Celeste y Blanca es una de esas que Milan Kundera señalaría como novela-juego: una narración que no se apoya en el recurso sagrado de la unidad de la acción sino que se permite ir y venir sobre lo dicho, poniendo en duda la autoridad del narrador, la linealidad del tiempo y la pertinencia de cada enunciado. Hay una anécdota central que no es más que una excusa para desplegar un texto que reflexiona sobre la naturaleza de la novela y sobre los motivos que alguien podría tener para escribir una, pero esa anécdota es tan disparatada —el avance de dos princesas hermanas aliadas contra un príncipe vecino que las sedujo y las abandonó— como inconducente. El narrador se distrae constantemente y pierde el hilo del relato, se entusiasma con historias que no tienen nada que ver con la anécdota que debía referir, promete libros futuros que tratarán asuntos que en éste no han podido ser desarrollados, desmiente lo que acaba de decir mediante aclaraciones que indican que hasta una o dos palabras antes quién hablaba no era él, sino alguien que le prohibió usar las comillas, y protesta porque al fin y al cabo un escritor no es, necesariamente, una persona muy dotada para la escritura.

Como decíamos antes —y otros han dicho mejor— la novela es ese género que puede permitirse la reflexión sin caer en la afirmación o en la certeza. Puede ocuparse de cualquier asunto, grande o pequeño, sin necesidad de ser coherente más que consigo misma. El autor de “Celeste y Blanca” —es decir, el personaje que, en Celeste y Blanca, está escribiendo una novela que se llamará “Celeste y Blanca” y contará la historia de dos hermanas llamadas Celeste y Blanca— dice que adora las notas al pie que aparecen en los ensayos. Sostiene que es en las notas al pie que los autores se permiten las hipótesis más arriesgadas, las provocaciones más interesantes, los hallazgos más novedosos. Y más adelante promete que su siguiente libro se llamará “Las bastardillas son mías”. Porque en el fondo, el narrador sabe que en materia de escritura todo parece reducirse a protocolos, y que así como los ensayos deben respetar ciertas condiciones mínimas de seriedad para ser lo que son, la ficción debe arreglárselas para seguir armándose sobre los pocos argumentos que existen.


Guillermo Piro (1960) es poeta, traductor, editor y periodista. Publicó varios libros de poesía, la colección de relatos breves Guillermo Hotel (2008) y la novela Variaciones del Niágara (2000) con la que obtuvo el 2º Premio Nacional de Literatura.
 
 


ETERNO RETORNO DE LO TRÁGICO.

En el otro extremo de las posibilidades narrativas se ubica Glaxo, de Hernán Ronsino. Narrada a cuatro voces, Glaxo es la evocación de una historia que debe ser armada por el lector con los datos proporcionados por los personajes, pero que se engancha además con otros sucesos, anteriores y posteriores, que no forman parte de la anécdota.

En un pueblo chico de la pampa argentina —o mejor, en una esquina de pueblo chico de la pampa— tres o cuatro personajes repiten, una vez más, la historia eterna de la traición, la mentira, la muerte y la venganza.

Si la novela de Piro era un juego que retomaba la corriente irónica y metadiscursiva de Sterne, Diderot, Machado de Assis o Macedonio Fernández, la de Ronsino pertenece a la más rotunda estirpe de lo trágico. Y ya se sabe que lo trágico emerge cerca de lo salvaje, de lo tribal, de lo endogámico. Las tragedias se apoyan en valores como el honor, la obediencia, la lealtad, la pertenencia. Responden al llamado primitivo de la guerra, al dominio territorial, al predominio del macho. Por eso no es raro que los hechos de sangre que se producen en una esquina cualquiera del costado de un pueblo que no tiene ni nombre —el lugar es evocado siempre por el nombre de una fábrica que emplea a muchos trabajadores— deriven, sin más razón que la fuerza del destino, de una masacre anterior, ocurrida muy lejos de ahí. La única pista para relacionarlos está en el epígrafe del libro —tomado de Operación masacre, de Rodolfo Walsh— y en las palabras de uno de los involucrados, que termina por dar la versión completa de los acontecimientos.

Sin embargo, las voces de los otros protagonistas, separadas por varios años, son imprescindibles para entender el clima en que las cosas ocurrieron. Y son necesarias también para entender que la cadena de muerte no terminó ahí, porque la muerte está en el aire en esos años, y porque las fuerzas que soplaron el viento del destino desde lo que se conoce como los fusilamientos de José León Suárez, en 1956, hasta una esquina de pueblo en la pampa, en 1959, seguirían agitando el aire en la Argentina hasta bien entrados los años ochenta.

Vale la pena destacar la maestría con la que Ronsino distingue las voces de sus personajes, de un modo discreto, ajeno a toda mímesis, pero que logra redondear el lugar preciso que, por su carácter, ocupa cada uno en el tablero de la historia.

Hernán Ronsino nació en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, en 1975. Publicó en 2003 el libro de relatos
Te vomitaré de mi boca (premiado por el Fondo Nacional de las Artes) y en 2007 la novela La descomposición.

 

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Celeste y Blanca, de Guillermo Piro, Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2009, 138 págs.
Glaxo, de Hernán Ronsino, Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2009, 92 páginas.

*publicada en EL PAÍS CULTURAL el 15/5/2010

Cuentos de hombres solos*

Algo así como "medio centenar de cuentos", dice Oscar Brando, constituyen la Obra de Mario Arregui (1917-1985). A esos cuentos deben agregarse los prólogos escritos para las distintas ediciones de sus libros, así como algunos otros textos de carácter ensayístico que continúan o afinan su constante reflexión a propósito de la literatura, los relatos y la propia escritura. Pero esas son notas, acotaciones, apuntes. El lenguaje verdadero de Arregui fue el cuento. Escribir cuentos fue su modo de acoplarse, o mejor, de entregarse al torrente de la literatura sin pretensiones de hacerlo explotar, de cambiar su rumbo o siquiera de cuestionarlo. Sus apuntes metadiscursivos se ocupaban de cuestiones técnicas o de estilo, del problema del género (entendiendo género como se entendía hace más de veinte años: como la corriente estética o temática; como la inscripción bajo una etiqueta específica que podía ser "criollista", "policial" o "de aventuras", por ejemplo), pero no ponían en duda el hecho transparente y rotundo de que la literatura era capaz de decir las grandes cosas del Hombre.

FATALIDAD DEL CORAJE. El cuento fue la materia de Arregui y, aunque toda la literatura y buena parte del cine le sirvieron de apoyo y de horizonte, se ha señalado con razón que Borges fue su gran influencia. Sin embargo, en ese parentesco hay algo que no termina de condensar, y que posiblemente constituya el gran nudo problemático de la escritura de Arregui. Hay algo inexorablemente triste, algo desencantado que atraviesa su obra y que no está presente en la de Borges ni siquiera cuando, bordeando pero sin tocar el ridículo, pone a morir a sus personajes. Porque Borges disfrutaba de lo trágico. Celebraba infantil, ingenuamente los instantes de coraje, las misteriosas oportunidades que cualquier infeliz podía tener de emparejarse con los héroes. Arregui no. Aunque su escritura merodea siempre en torno de esos asuntos -el coraje o la cobardía; la muerte- no hay en ella nada como la celebración o la envidia. Arregui no parece admirar la tragicidad de la vida, y la inevitable interpelación al coraje suena en sus cuentos más como una fatalidad absurda y ciega que como una redención o una gloria. Una interpretación que apelara a la biografía debería señalar que Borges fue un señorito de ciudad, hijo de un profesor de psicología, admirador confeso de lo militar y de lo épico, de temas como el del linaje y el del honor, capaz de celebrar lo militar por lo militar mismo, oteador siempre externo y fascinado de los hechos de sangre y de las guapeadas, mientras que Arregui fue un hombre de campo, familiarizado pero no deslumbrado con las obligaciones del valor y del encono.

Puede parecer al principio que "Un cuento con un pozo" -un relato que hasta para él mismo era algo demagógico- termina cobrando un alto precio a la cobardía del personaje. Sin embargo, lo que aparece como el primer acto de cobardía de Martiniano Ríos (esconderse de la partida que está llegando al rancho; dejar a su suerte a la mujer y al niño) es una acción hija del sentido común, de la lisa y llana sensatez. Es la decisión tomada por un hombre que no cree que tenga que seguir mostrando su valor al servicio de otros. Y como bien señala Oscar Brando, la segunda claudicación (el suicidio, apenas evocado por el narrador) es, una vez más, una forma extrema de ejercer la libertad. Martiniano Ríos no pertenece al universo antiguo de los héroes trágicos, aunque sea un hombre solo en medio del campo.

Diego Alonso, protagonista del cuento del mismo nombre, siente la humillación y la vergüenza de un ataque que lo toma por sorpresa. Escapa, todavía confundido y desorientado, sintiendo vagamente que las cosas no son como deberían. Pero al poco rato entiende que "lo esencial, lo suyo no estaba tocado, y que la raíz de donde puede nacer el coraje continuaba también intacta...". La respuesta de Diego Alonso a aquella provocación constituye un desafío más complejo, más sofisticado que el mero pasaje al acto: ofrece a su adversario la rotunda soberanía de un individuo que ha puesto distancia de su propio miedo, y que no obedece ciegamente al mandato de pelar el facón.
UN MUNDO VIRIL.  Arregui, que vivía en una estancia de Flores que había sido de su padre, respiraba el aire algo antiguo de los hombres de campo, pero había sido formado intelectualmente en las tertulias montevideanas y había abrazado la causa comunista desde la época de la guerra civil española. Sus inquietudes eran profundamente existencialistas; marchaban al paso de la época en que vivió y en que adquirió sus convicciones.

También es de época su escritura "de hombre", si no machista, sí resueltamente masculina (sólo el horror a hacer de esta nota una lectura en clave de estudios culturales sugiere a esta cronista no usar la palabra falocéntrica). En su obra están presentes todos los atributos del varón (los exteriores, pero también los interiores, evidentes en la capacidad reflexiva, en el ejercicio de la libertad y en la interrogación sobre la vida y la muerte), mientras que la mujer ocupa apenas el lugar de un bulto cálido, de una presencia muda y sorda que se deja sentir en la materialidad indisimulable de la carne y sus manifestaciones: calor, olor, suavidad. Incluso en relatos como "Un cuento con insectos", en que la mujer es objeto y vehículo de algo superior -la locura, la pasión, la muerte- su existencia no llega a ser humana. Más próxima al animal o al demonio, ni siquiera hay hipótesis para su demencia, vagamente atribuida al soplo del viento norte o a la luna llena. Más cerca del hombre están el perro y el caballo, compañeros leales y dotados de cierta capacidad de comprensión, o de cierto lenguaje compartido con el amo.

ALGO DISONANTE.  Arregui fue un escritor de notable precisión, de gran virtuosismo. Su escritura es de una calidad tan asombrosa que llega a distraer, por momentos, de la trama. Sus relatos se van armando sobre una prosa tan cuidada, sobre reflexiones tan certeramente expuestas, en un clima que se enriquece de modo tan atrapante que muchas veces la anécdota parece quedarles chica. Hay algo disonante, algo que no termina de cerrar en la obra de este escritor tan preocupado por su materia y por la forma de presentarla. Sin la efectividad tipo latigazo de Quiroga, sin la admiración abombada de Borges por el arrojo y la cuchillada, sin la piedad de Paco Espínola, las preocupaciones de Arregui por la vida y la muerte (por la decisión personal sobre la vida y la muerte) parecen exceder las posibilidades de las historias de pueblo. Sus mejores momentos (tal vez el mejor cuento de esta selección sea "El canto de las sirenas") son los que se distancian de la anécdota de fogón. Los peores son los que se le arriman, incluyendo los que lo hacen de modo más cercano a lo ensayístico. Oscar Brando los agrupó en la sección III del libro, que incluye a los llamados "El narrador", "Un cuento de fogón" y "Contaba don Claudio".

Una selección anterior de cuentos de Mario Arregui había sido publicada por Banda Oriental en 1996, con prólogo de Pablo Rocca. El volumen de la Colección de Clásicos Uruguayos casi duplica el número de relatos de aquel libro, repitiendo los mejores y agregando otros. No incluye "El gato" ni "El regreso de Odiseo González", aunque Brando menciona este último en el prólogo.

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UN CUENTO CON UN POZO Y OTROS ESCRITOS, de Mario Arregui. Selección y prólogo de Oscar Brando. Biblioteca Artigas - Colección Clásicos Uruguayos, Vol. 182, 254 págs. Montevideo, 2009.

*publicada en EL PAÍS CULTURAL el 28/5/2010