miércoles, 27 de octubre de 2010

La novela perdida*

Elías Canetti postuló la felicidad como una fuga de sí misma: leer y escribir tranquilamente, sin tener responsabilidad ante nadie por lo escrito, sin obligarse a corregir, sin publicar nada. Escribir como se lee, como se come, como se duerme; escribir para vivir, apenas. Para estar vivo. Un borramiento paradójico, puesto que borrar no es necesario. Lo escrito queda, pero para que nadie -y mucho menos su autor- lo lea.

Practicada así, la escritura es menos el rastro del pensamiento que el ejercicio obsesivo de un maníaco. La repetición inútil de un gesto del que no se puede escapar y que no trata de ocultarse. Un gesto ejercido a solas que nadie está interesado en exponer ni en descubrir. Hasta que alguien lo descubre.

Esta es, básicamente, la idea de Basura, una novela que ganó el primer premio de narrativa en el concurso Casa de América 2000 y que confirmó a su autor, el colombiano Héctor Abad Faciolince, como un escritor mucho más que “habilidoso” o que “solvente”. Abad resultó un autor inteligente que supo encarar con maestría un problema  que la literatura ha tenido desde hace mucho: la fatiga de sí misma.

Estirados hasta el agotamiento los géneros, los estilos, las anécdotas posibles, las variantes, las citas y las reescrituras, la literatura parece ser un mal hábito que algunos no pueden dejar, porque le pertenecen todavía a un mundo demasiado acostumbrado al libro, a la soledad silenciosa del que lee, a la ansiedad algo culposa del que escribe.

Abad Faciolince imaginó dos personajes posibles en un universo posible, y los pensó de modo de invertir esos papeles, dejando la serenidad y el silencio del lado de la escritura, y cargando la ansiedad y la culpa a la cuenta del que lee.

La novela es la historia de una obsesión contada en primera persona. El narrador es un periodista —una víctima— que hace un descubrimiento casual que se transforma en el centro y objeto de su vida.  Como un adicto, como un poseído, dedicará cada momento, cada pensamiento, a conseguir su objeto maravilloso. Y lo buscará en la basura.

Al principio todo es inocente. Nuestro narrador reconoce en un huraño y solitario vecino a un escritor de relativo éxito mucho tiempo atrás, ya olvidado por todos y sepultado entre los escombros de la memoria del veleidoso ambiente literario, cultural y mundano de Medellín. Descubrir que el vecino viejo y oscuro del piso de arriba es el mismo que alguna vez sonó en los círculos intelectuales como una promesa posible para la literatura y hasta para la revolución, es un hallazgo interesante para un periodista aburrido. Pero si la buena suerte quiere que además el enigmático vecino se aparezca un buen día con una resma de papel en blanco abajo del brazo, la cosa puede transformarse en una provocación.

Bernardo Davanzati, ex futuro éxito literario, autor de muy pocos textos conocidos (en rigor, de uno solo publicado como Dios manda y de otro casi mítico, no registrado en ningún archivo, no perteneciente a ninguna biblioteca, apenas mentado por algún entendido que declaraba  haber sabido de alguien que una vez vio un ejemplar) desapareció del candelero de verbenas, revistas y centros culturales y se dijo por ahí  que estaba preso por traficar cocaína. Que lo habían pescado en los Estados Unidos y que mejor así porque igual su mujer ya lo había dejado por un músico y que de todas maneras él no valía gran cosa como persona y mucho menos como marido, y que como escritor se había secado, que ya  no daba jugo.

La peripecia de la novela empieza entonces a transitar por niveles superpuestos, a medida que el obsesionado periodista incorpora la que será la más importante de sus rutinas: hurgar en la basura de Davanzati, rescatar los papeles escritos y desechados, limpiarlos de restos de comida, leerlos y  tratar de organizarlos.  Pero la reconstrucción de esa escritura pedirá muchas veces la reconstrucción de la vida del escritor secreto, y obligará al improvisado Max Brod a husmear entre los recuerdos de quienes lo conocieron (que son pocos, y son menos aún los que lo recuerdan), para, con esos jirones, ir tejiendo su propia  novela.

Abad traza entonces dos líneas principales. Una es recta, y obedece a la voluntad de orden del narrador, a su intención de organizar el recorrido, a sus explicaciones y a su calendario. La otra es discontinua, fragmentaria, ecléctica, y está hecha de los restos encontrados en la basura. De las palabras rescatadas y robadas a Davanzatti.

Obviamente, Davanzatti es un escritor inevitable, un compulsivo, alguien que ha decidido rendirse al vicio de la escritura, pero que ha renunciado a completar el circuito. No tiene lectores. Escribe y descarta lo escrito como un bulímico. Y precisamente por eso puede escribir de todo. Fragmentos de una novela, cartas, artículos periodísticos, versos, reflexiones filosóficas, no hay género ni estilo que le sean ajenos. Tampoco es consecuente o riguroso en ninguno de ellos, puesto que no se debe al lector, no se debe a la crítica, no se debe más que a su capricho. Y mientras los papeles van a la basura, su secreto lector, el violador de sus desperdicios trata, dificultosa, obsesivamente, de armar un rompecabezas que al principio debía ser un texto (el Gran Texto de Bernardo Davanzatti) pero que acabará por ser el propio Davanzatti. El hombre Bernardo Davanzatti

Eso, claro, dentro de la ficción. Porque en el mundo de los libros reales, en el que podemos leer efectivamente esta novela, ya no de Davanzatti, ni del periodista, sino de Abad, lo que se construye no es meramente un personaje (para el caso, Bernardo Davanzatti, escritor) sino un cuerpo posible para la literatura después de la literatura.

Es bastante vieja la idea de que el arte se alimenta de sí mismo, y no son pocos los autores que arman sus propias obras con restos de otras, con citas o hasta con reescrituras.  El ecuatoriano Juan Montalvo escribió en el siglo XIX los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, y el argentino Jorge Luis Borges fue más allá concibiendo, en el siglo XX, a Pierre Menard, autor del Quijote, quien logró la proeza de escribir  partes de la historia del ingenioso hidalgo, con el resultado asombroso de producir un texto radicalmente distinto del original, aun siendo idéntico letra por letra.

El extremo de Borges pudo haber terminado con esa vocación reiterativa y obsequiosa de la literatura, denunciando su irreductible circularidad, su condena a volverse sobre sí, a copiarse y resignificarse eternamente. Esto no ocurrió —por suerte, dirán algunos— pero prendió en muchos la incomodidad de las palabras agotadas, de los temas gastados, de los recursos demasiado repetidos. La originalidad se gastó, y tras ella parecen haberse gastado las copias y las renovaciones.

Por eso, más allá de lo obvio de su alegoría, la novela de Abad es refrescante. Porque está escrita para quienes quieren a la literatura, para quienes no quisieran perderla, para los que la disfrutan sin excusas, sin grandes causas justificatorias, sin vergüenza.

Porque en definitiva, lo que sugiere esta historia es que la literatura está muy cerca de lo antojadizo y lo adictivo, y que si hay literatura es porque hay quienes la siguen buscando, aunque sea en la basura. Aunque sólo encuentren restos de novelas sin terminar, de ensayos delirantes, de malos versos. Porque el hecho literario se completa con ese amor del lector, que llenará los blancos, que seguirá buscando, que terminará por cerrar, para su propia paz, cualquier historia inconclusa.


Basura, de Héctor Abad Faciolince, Barcelona, Lengua de Trapo, 2000, 192 págs.
* esta reseña fue escrita para El País Cultural, pero no llegó a publicarse porque Basura nunca fue distribuida en Uruguay.

2 comentarios:

  1. ¿Y eso? Se distribuye tanta "basura" de verdad, y justo esta novela que parece prometer en serio, y que seguramente no es cara, y que fue premio, etc., no se distribuye? Y que no se distribuya ¿es razón suficiente para que no se publique un comentario sobre ella en un suplemento cultural? Pah...y yo que creía, ilusa, que la kurtura era también acercar lo desconocido, sembrar el apetito....mequivoqué!!

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  2. y.... se ve que te equivocaste, lajack.
    en cuanto a la distribución, lo normal es que la producción latinoamericana no llegue a Uruguay, a menos que sea a través de grandes editoriales españolas. Y en este caso, ni así.
    En aquel momento llamé a los representantes de la editorial en Montevideo y me dijeron que no pensaban traerla.
    Por otra parte, una cosa es la kurtura y otra el capitalismo de mercado. ;)

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