domingo, 21 de noviembre de 2010

Guimarães Rosa: El lenguaje es el suelo y el cielo*


Iban a ser doce historias, pero el celo del autor sacó a tres de la jugada, y la cosa quedó en nueve. Sagarana (1946) es el primer libro de relatos de João Guimarães Rosa, y ya muestra una concepción de la obra de arte que alcanzaría su punto culminante diez años más tarde, en Grande Sertão: Veredas (1956).

La edición de Adriana Hidalgo es la primera que se hace en español, e incluye un prólogo de Pablo Ronái fechado en 1946 y una carta del autor a João Condé, de la misma época, que da cuenta de la génesis del libro. Ambos textos son de interés, pero no alcanzan para explicar el impacto de una obra que sólo puede adjetivarse como inmensa y cuya lectura llega a ser, por momentos, extenuante.

En la carta a Condé, Guimarães dice que, antes de escribirla, pensó en Sagarana como en un barquito en el que debería cargar, entera, su concepción del mundo. Y ese barquito navegaría por el infinito mar de la lengua, liberado de trabas e imposiciones, pero manteniendo el rumbo preciso para no perder nunca la palabra justa. Era un plan ambicioso, pero estaba a cargo de alguien que había conseguido aprender en forma autodidacta más de diez lenguas y que había estudiado la gramática de otras tantas. El lenguaje es el suelo y el cielo de Guimarães, y es en él que puede ser ejercida la divinidad. 


El río sin orillas. 

Sagarana es un texto en movimiento, como el sertón; transitado por manadas de bueyes, atravesado por el vuelo de los urubúes, las garzas y los maracanaes, mecido, acunado y hechizado por el rumor de las colmenas y de las copas de los árboles. El lector viaja a través del vehículo de la lengua con la impresión de estar sometido al antojo de un guía despótico que no tiene apuro en llegar a destino. Todo está vivo en el sertón: hombres y bestias, plantas y ríos, colores, sonidos; hasta lo secreto y lo invisible son tangibles y animados. Las historias, cuyos protagonistas pueden ser humanos o animales, vivos o muertos, se desenrollan y se pierden en un paisaje que es un antipaisaje: es la imposibilidad de estar quieto, de ser fijado o atrapado en una imagen inmutable.

Decía Roland Barthes que la autoridad del escritor burgués se instalaba en la seguridad del pretérito indefinido, que pone un mojón en la arbitrariedad del tiempo, y en la tercera persona, que habilita la perspectiva. Ambos recursos, combinados, hacen posible el milagro de la novela: alguien que todo lo sabe le cuenta una historia a otro alguien, que todo lo cree. Ese pacto de sumisión sería inherente a la escritura —y, sobre todo, a la lectura— de ficciones narrativas.

La tiranía de Guimarães se apoya en una técnica opuesta. El lector de Sagarana debe entregarse al paseo por una geografía que se ofrece masivamente, sin perspectiva, avasallante en la densa presencia del conjunto y obscena en la cercanía y en el detalle. “Entonces la verdolaga, avanzando indiscretamente –¡ora-pro-nobis! ¡ora-pro-nobis!– mostró tallos rojizos debajo de las cercas de las huertas y, talo a talo, avanzó. Pero la orquídea cabeza de toro y el pasto morado, los dueños de la calle, la ahuyentaron de vuelta; y ni siquiera pudo retroceder, la pobrecita rastrera, porque en el huerto de las espinas coloradas estaban peleándose con el clavelillo y con la verbena en flor. Y, detrás de la hierba mora y de la escobilla, venían con urgencia del campo –¡oy-ay!– el torito, con los tridentes de las hojas e hileras completas, columnas astutas, del rígido matacampo.”

En ese ambiente siempre en ebullición, lo vivo es el personaje. Y todo está vivo. Y si los pastos pueden comportase como hombres —avanzar indiscretamente, ser dueños de la calle, pelearse— también pueden hacerlo las manadas, los ríos, y hasta la fiebre, que trepa por la orilla y gana terreno y deja vacíos y secos los pueblos que encuentra.

El truco de Guimarães consiste en simular que es el relato el que se mueve solo, discurriendo fascinado y sin prisa por un mapa sin trazar, infinito, que se resiste a la reducción descriptiva y a la violencia del punto de vista. El ojo mágico de Guimarães se trepa y se adhiere a la superficie de las cosas y las hace hablar con palabras nuevas y viejas, con expresiones dialectales y con neologismos, hasta hacer un territorio nuevo, espejismo y espejo del sertón, en el lenguaje.


De hombres y de bestias. 

Aunque hablar de anécdotas parece trivial en este caso, lo cierto es que podría forzarse la reducción de cada relato de Sagarana a una historia central. La primera sorpresa, sin embargo, consistiría en descubrir que detrás, o adentro de esa historia hay siempre otra. Los temas son siempre los mismos: el amor, la traición, la venganza, la muerte. Pero los hombres, en sus circunstancias más o menos trágicas, con sus grandes gestos de arrojo o con sus miserables rencores, no son lo más importante. No están en el centro de la escena, porque para que haya una escena debe haber algo como un retablo; algo asimilable a un paisaje, una reducción al plano, la construcción a partir de una mirada externa; un juego, en definitiva, de márgenes y centro.

Un grupo de vaqueros se ahoga en una creciente, un bravucón despiadado tiene una segunda oportunidad, una pareja de ancianos palúdicos espera la muerte, un niño lleva el cuerpo de su padre muerto en una carreta. Son las historias que podemos pensar: las que son traducibles a una lógica de causas y consecuencias; las que justifican o vuelven pertinente un relato. Pero no es en la antigua nobleza de lo trágico, lineal e inapelable, que se resuelve la obra de Guimãraes. Es en la infinita e inabarcable riqueza de la vida, en el empuje ciego hacia la reproducción y la proliferación de las cosas, o mejor, en su artificial reconstrucción en un lenguaje sin límites.


Después de Sagarana.  

Sagarana se escribió (Guimarães lo dice así, en la carta a Condé: “El libro se escribió...”) en siete meses, en 1937 y fue publicado por primera vez en 1946. Años más tarde, en Grande Sertão: Veredas, el despliegue léxico alcanzaría su máximo esplendor al servicio de una historia más cercana a lo maravilloso, y Guimarães entraría definitivamente al canon de esa institución conocida en todo el mundo como “literatura latinoamericana”. Leer hoy a Guimarães no es un ejercicio sencillo. La suya es una escritura tiránica que no soporta las distracciones. El haragán que pretenda saltearse un par de párrafos con la ilusión de llegar antes a los hechos puros, se perderá, seguramente, los hilos de la acción, porque ni la acción ni los actores se recortan de fondo alguno. Todo es una trama en movimiento, un tejido compacto y sin fisuras que no tolera una lectura veloz.

Una mención especial merece la traducción de Adriana Toledo de Almeida. En un texto  como éste, lleno de palabras intraducibles, de nombres indígenas, de giros expresivos locales, de aracaismos y neologismos, mantener el ritmo y el espíritu de la obra original supone un dominio extraordinario, menos, tal vez, de la lengua fuente, que de la lengua de destino. Es justo decir que el resultado está a la altura semejante desafío.
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Sagarana, de João Guimarães Rosa. Traducción de Adriana Toledo de Almeida. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2007, 447 págs.
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*Este artículo de Soledad Platero fue publicado en El País Cultural, de Uruguay, el 11 de enero de 2008

martes, 9 de noviembre de 2010

Manuel Bandeira, poeta *

En 1922, los versos enviados por un poeta que vivía en Río de Janeiro abrieron la Semana de Arte Moderno de São Paulo. El poema Os sapos, de Manuel Carneiro de Sousa Bandeira Filho, conocido como Manuel Bandeira, fue leído por Ronald de Carvalho y recibió la aclamación de la concurrencia. Se iniciaba uno de los períodos más ricos de la historia cultural del Brasil: la “mayor orgía intelectual que la historia artística del país ha registrado”, según palabras de Mário de Andrade.

Manuel Bandeira nació en Recife el 19 de abril de 1886. Típico hijo de la burguesía profesional brasileña, su padre soñó para él un destino de arquitecto, pero la tuberculosis y sus consecuencias le impidieron, durante toda la juventud, tener una vida normal. Debió suspender los estudios en 1904 y comenzar un periplo de estadías curativas en diversas ciudades del país para, finalmente, terminar viajando a Suiza, al célebre sanatorio de Clavadel, en donde permaneció entre 1916 y 1917. Allí conoció a Paul Éluard, y hay quienes dicen que el brasileño influyó sobre el francés.


Pero la mala salud no fue el único golpe que el joven Bandeira recibió en esos años. A la muerte de su madre, en 1916, siguió la del resto de su familia. Desde entonces, la tensión entre el impulso vital —que en su obra temprana encarnará en la naturaleza y, en la más tardía, en la efervecencia de la vida urbana— y la precariedad de la existencia; entre la tentación de la felicidad y la certeza de la muerte darán lugar a una obra caracterizada siempre, a pesar de los cambios, por el equilibrio y la serenidad, por una cierta sabiduría vital y una instalación amable en el fluir de la vida, que tiene más de gratitud que de resentimiento.


YO HAGO VERSOS COMO QUIEN LLORA. Según él mismo decía, cuando comenzó a escribir no pretendía otra cosa que combatir la sensación de ocio, de vida pasada inútilmente viendo irse las horas. Su primer libro, A cinza das horas, es de 1917. Todavía con fuerte influencia del simbolismo, en versos de una métrica estricta, la voz lírica se ofrece en una melancolía convencionalmente expresada en segunda persona, en interpelaciones al lector o al objeto amado, diciendo una carencia dolorosa que no encuentra consuelo. Son poemas escritos en Clavadel, Suiza, en plena convalecencia. Carnaval, de 1919, se aleja ligeramente de la estética afrancesada del primer poemario, y empieza el camino hacia el habla coloquial que caracterízaría su período de madurez. Pero es en O ritmo dissoluto, de 1924, escrito en Rio de Janeiro, y cuando ya se había recuperado de las secuelas de la tuberculosis, que el verso se libera del rigor de la métrica y comienza el itinerario de construcción de una mirada peculiar, instalada con solvencia sobre las imágenes de la calle; sobre la vida que pasa, teñida de múltiples colores y preñada de miserias como la de los niños vendedores de carbón —y, acaso peor, la de la pobre vieja que espera al anochecer para juntar los trozos de carbón caídos a la calle. Los poemas de O ritmo dissoluto mezclan, todavía, escenarios resueltamente salvajes (A mata), intercambios privados o íntimos (Carinho triste; Madrigal melancólico) y escenas de arrabal (Meninos carvoeiros).


ABAJO LOS PURISTAS. Libertinagem, de 1930, es un libro rotundamente urbano, de ritmo nervioso, desobediente de toda estructura, celebratorio de la agitación y la mezcla que se produce en las ciudades, intoxicado de músicas nativas y extranjeras, “...harto del lirismo comedido / Del lirismo que se porta bien / Del lirismo funcionario público con libro de asistencia expediente protocolo y manifestaciones de aprecio al sr. Director /...”. Es este el libro en el que Manuel Bandeira traza su geografía personal; el mapa de su país imaginario delimitado por tres ciudades: Recife —ciudad de la infancia, hecha de nostalgia y pérdida—, Río —la ciudad en la que vive, nerviosa, agresiva, trágica y generosa— y Pasárgada —la ciudad soñada, imaginaria, enteramente construída por la fantasía del poeta, en la que es “amigo del Rey” y tiene la mujer que quiere en la cama que él elija. Pero también es el libro en el que irrumpe con decisión el lenguaje de lo urbano moderno por excelencia: el periódico. El Poema tirado de uma notícia de jornal da cuenta, en un texto breve, sintético, de la muerte de un hombre, ahogado en una laguna después de una borrachera: “João Gostoso era un cargador de zona franca y vivía en el morro de Babilonia en un barracón sin número. / Una noche llegó al bar Veinte de Noviembre / Bebió / Cantó / Bailó / Después se tiró en la Laguna Rodrigo de Freitas y murió ahogado.” Renunciando a toda connotación, a toda estetización mediante la metáfora, la rima o el lamento, el poema se limita a decir, a pura palabra desnuda. Y es en esa desnudez, en esa renuncia, que la muerte de João Gostoso adquiere su dimensión trágica. João, que no tiene apellido, ni trabajo formal, ni número de puerta en su barracón, se emborracha, celebra y muere. Tristeza não tem fim / felicidade sim, dirían más tarde Antonio Carlos Jobim y Vinicius de Moraes, en una sentencia que parece condensar el espíritu del hombre de pueblo brasileño, condenado por el destino a vivir para la alegría y morir trágicamente.

Luego de Libertinagem el poeta publicó varios otros libros de poesía (Estrela da manhã, 1936; Lira dos cienquent’ anos, 1940 (incluido en poesías completas); Belo belo, 1948 (en una nueva edición de poesías completas); Mafuá do malungo. Versos de circunstância, 1948; Opus 10, 1952; Alumbra –mentos, 1960; Estrela da tarde, 1960), numerosos ensayos, crónicas, traducciones y antologías poéticas de otros autores. Es una de las figuras más importantes de la poesía moderna en lengua portuguesa, y parte inseparable de ese fenómeno que conocemos como modernismo brasileño, sin el cual no podríamos entender manifestaciones culturales a las que estamos tan habituados, como la Tropicália.

Manuel Bandeira murió en 1968, a los 82 años, en Rio de Janeiro. Sus restos descansan en el Mausoleo de la Academia Brasileña de Letras.

Esta antología publicada por la editorial Adriana Hidalgo toma poemas de Estela da vida inteira (poesías reunidas), de 1966 y los ofrece en una edición bilingüe, acompañados por un prólogo a cargo de Rodolfo Alonso y por el “Flash autobiográfico de Manuel Bandeira” publicado en los “Arquivos implacáveis” de João Condé, en O cruzeiro, de Río de Janeiro, en la década de 1950.

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Estrellla de la vida entera. Antología poética, de Manuel Bandeira, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2003, 220 págs. Ed. bilingüe. Selección, traducción y prólogo de Rodolfo Alonso

* Este artículo de Soledad Platero fue publicado en la Revista Espectacular (Montevideo) en noviembre de 2009.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Los espejos locos**


Seguramente no hay quien no entienda de qué se habla cuando se dice humor inglés. Esa "denominación de origen" recorta un manejo específico del ridículo, del nonsense y de la autorreferencialidad que ha distinguido a ciertas formas de las artes y de las letras británicas y cuyas peculiaridades se han conservado a través de distintas épocas y formas expresivas.

La línea —que podría iniciarse convencionalmente con Chaucer— incluye a Lawrence Stern, Johnatan Swift, Lewis Carroll, Oscar Wilde y Anthony Burguess, y tiene en Saki* a uno de sus ejemplos más perfectos.

1. UN HUMOR DIFÍCIL. Los humoristas ingleses son exigentes con sus lectores. Esperan de ellos una atención constante y la aceptación de cierto suelo común de hábitos y convenciones: cierto universo cultural compartido que hace que sólo otro inglés pueda capturar todos los sentidos contenidos en un chiste inglés. En definitiva, el humor inglés se sustenta sobre las peculiaridades de su propio mundo, pero se comporta siempre como si apelara a la universalidad de esos rasgos particulares. A diferencia de otras formas del humor, que encuentran la gracia en la exposición de lo distinto, de lo ajeno, el humor británico se alimenta de lo igual y de lo propio, y lo extranjero sólo le sirve para resaltar todavía más su inexpugnable singularidad.

Por eso no es sorprendente que Saki, cuya vida transcurrió en tan diversos escenarios, dibuje siempre personajes tan perfectamente ingleses, aunque los ubique en el sudeste asiático, o en Rusia, o en cualquier impreciso lugar del globo. Es sabido que una respetable señora ingesa se comportará siempre como tal, aunque viaje a lomos de un elefante.


2. A TRAVÉS DEL ESPEJO. El espejo deformante es la gran herramienta del humor británico. La escena reflejada incluye los mismos componentes que la verdadera, pero el resultado es aberrante. Los objetos y las personas pierden su adecuada proporción y se muestran como parodias de sí mismas. Para lograr este efecto en literatura es necesario un especial tratamiento del lenguaje, de tal manera que el adjetivo desmienta al sustantivo, y cada frase deje sin efecto a la anterior. "Conradín tenía diez años y el doctor había pronunciado su opinión de que no podría vivir cinco años más. El doctor era suave e incapaz, y su opinión no contaba mucho, pero era reforzada por Mrs. De Ropp, cuyas opiniones contaban sobre casi todo. " ("Sredni Vashtar").

Una ley constante en el "universo Saki" es que cuanto más importante es alguien, más absurda es su conducta, o menos sensatas sus opiniones. Del mismo modo, cuanto más serio es un asunto más lejos de él se ubica la preocupación de los personajes. En "La búsqueda" (Crónicas de Clovis) la tranquilidad de Villa Elsinore se ve interrumpida por los alaridos de la dueña de casa: "—Hemos perdido al bebégritó. —¿Es decir que ha muerto, o se ha fugado, o que lo jugaron a las cartas y lo perdieron de ese modo?— preguntó Clovis indolentemente. —Estaba gateando muy feliz sobre el césped— dijo Mrs. Mombey llorosa—; Arnold acababa de entrar y yo le estaba preguntando qué clase de salsa le gustaría con los espárragos... —Espero que haya dicho holandesa —interrumpió Clovis mostrando un aguzado interés—, porque si hay algo que detesto..."

En el mundo de Saki sólo lo trivial merece ser debatido seriamente.


3. LO SINIESTRO. Decía Freud que lo siniestro se manifiesta allí donde esperamos algo familiar. En los relatos de Saki, la paz del campo guarda siempre la funesta potencia de lo salvaje, y cuanto más romántico es un escenario, más horroroso es el destino del que lo habita. Aunque para compensar el golpe, los destinos trágicos reciben siempre un tratamiento superficial hasta el ridículo.

Homosexual y misógino, Saki tuvo en las mujeres su blanco preferido. "Eleanor odiaba a los chicos, y le hubiera gustado azotar a éste por largo tiempo y a menudo. Era quizás la añoranza de una mujer que no tenía hijos propios". Las mujeres no son necesariamente más tontas que los hombres, pero son sin duda más malas, más hipócritas y más vengativas. Su crueldad sólo puede ser superada por la de los niños, y eso explica que el frágil Conradín sobreviva a su perversa tía en Sredni Vashtar.


 4. UN DISCURSO QUE SE ENCIERRA A SÍ MISMO. El ingenio es una preocupación constante de los personajes de Saki. Ser ingenioso en una reunión social es un objetivo cuya consecución puede desgastar a alguien hasta la muerte. Todo vale a la hora de dejar caer una frase memorable o un comentario agudo. Los matrimonios pueden entrar en profundas crisis por exceso de ingenio o por falta de él.

Esa tematización de lo frívolo y de lo ingenioso redondea el efecto irónico de los textos, que continuamente parecen burlarse de sí mismos. Una dinámica narrativa de este tipo sólo puede ser autorreferente, y el efecto humorístico logra su plenitud en ese combate que las palabras mantienen, sin tregua, en el interior del relato. No son los hechos los que resultan estimulantes, sino las circunstancias que los rodean y las reflexiones que desatan en los protagonistas. "—X —dijo Arlington Stringham— tiene alma de merengue. 
Era un comentario útil para tener a mano, porque se aplicaba bien a cuatro estadistas prominentes de la época, lo que cuadruplicaba las oportunidades de usarlo. 
—Los merengues no tienen alma —dijo la madre de Eleanor.
—Es una bendición que no la tengan —dijo Clovis—; todo el tiempo estarían perdiéndola y mi tía sería enviada en una misión a los merengues, y diría que es una maravilla cuánto podía enseñárseles y cuánto más podía aprenderse de ellos.
—¿Qué podría aprenderse de un merengue? —preguntó la madre de Eleanor.
—Es sabido que mi madre aprendió humildad de un ex virrey —dijo Clovis."


5. LIBROS PUBLICADOS EN ESPAÑOL. Las aventuras de Reginal reune los dos primeros libros de cuentos publicados por Saki (Reginald, de 1904 y Reginald en Rusia, publicado en 1910). En el primero el protagonista de todos los relatos es el propio Reginald, un joven tan elegante como terrible, sólo interesado en su propia elegancia y con una irreprimible tendencia a decir verdades inapropiadas y a comportarse en forma irreverente. Es bello, rico y educado, pero detesta a las buenas señoras inglesas y encuentra un saludable placer en escandalizarlas. En el segundo libro (o en la segunda parte de este volumen) Reginald sólo protagoniza la primera de las historias, pero hay algo como un "espíritu Reginald" detrás de todos los malentendidos y las bromas crueles que los personajes se gastan entre sí.

Crónicas de Clovis (1911) mantiene el formato de los libros anteriores, pero aunque Clovis es en muchos aspectos comparable a Reginald, su edad y características personales no se conocen, y no es, como Reginald, un disputado adorno en todas las fiestas, sino más bien un huésped ocasional de personas importantes. Aunque no tiene ocupación, ni esposa, ni parece interesarse por nada, siempre se solicita su consejo en los más variados asuntos. Mientras Reginald acaba arruinando todo lo que toca, Clovis parece resolver hasta las situaciones más extrañas. En Crónicas de Clovis está "Sredni Vashtar", probablemente el más perfecto relato de Saki.

En Animales y más que animales (1914) el ambiente es casi siempre rural, y retoma la figura de Clovis, nuevamente de visita en casa de unos incautos aristócratas. Los animales del título sólo son disparadores de las situciones equívocas por las que atraviesan los pobres protagonistas, y en todo caso su presencia sirve para aumentar el efecto de ridículo que aparece cuando la educación y la racionalidad excesivas tratan de meterse en el camino de la naturaleza.

No es extraño que Saki haya fascinado a tantos escritores. Sus relatos contribuyeron a dibujar a los ingleses tal como los conocemos —impiadosos, certeros y absurdos, y sin la menor sombra de ternura, siquiera para con ellos mismos— y es en la elegante y ligera escritura de Saki que se puede anticipar al Borges creador de personajes como Carlos Argentino Daneri.

Las ediciones que ofrece la editorial Claridad son completas y prolijas, pero la traducción parece hecha por alguien que no domina bien el español.


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Las aventuras de Reginald, Editorial Claridad, Buenos Aires, 2006, 160 págs.; Crónicas de Clovis, Editorial Claridad, Buenos Aires, 2006, 190 págs.; Animales y más que animales, Editorial Claridad, Buenos Aires, 2006, 240 págs.



* Saki es el seudónimo literario de Hector Hugh Munro, cuentista, novelista y dramaturgo británico nacido en 1870 en Birmania y muerto en 1916, durante la batalla Beaumont Hamel.


** Este artículo fue escrito por Soledad Platero para el suplemento Cultural de El País.

miércoles, 27 de octubre de 2010

La novela perdida*

Elías Canetti postuló la felicidad como una fuga de sí misma: leer y escribir tranquilamente, sin tener responsabilidad ante nadie por lo escrito, sin obligarse a corregir, sin publicar nada. Escribir como se lee, como se come, como se duerme; escribir para vivir, apenas. Para estar vivo. Un borramiento paradójico, puesto que borrar no es necesario. Lo escrito queda, pero para que nadie -y mucho menos su autor- lo lea.

Practicada así, la escritura es menos el rastro del pensamiento que el ejercicio obsesivo de un maníaco. La repetición inútil de un gesto del que no se puede escapar y que no trata de ocultarse. Un gesto ejercido a solas que nadie está interesado en exponer ni en descubrir. Hasta que alguien lo descubre.

Esta es, básicamente, la idea de Basura, una novela que ganó el primer premio de narrativa en el concurso Casa de América 2000 y que confirmó a su autor, el colombiano Héctor Abad Faciolince, como un escritor mucho más que “habilidoso” o que “solvente”. Abad resultó un autor inteligente que supo encarar con maestría un problema  que la literatura ha tenido desde hace mucho: la fatiga de sí misma.

Estirados hasta el agotamiento los géneros, los estilos, las anécdotas posibles, las variantes, las citas y las reescrituras, la literatura parece ser un mal hábito que algunos no pueden dejar, porque le pertenecen todavía a un mundo demasiado acostumbrado al libro, a la soledad silenciosa del que lee, a la ansiedad algo culposa del que escribe.

Abad Faciolince imaginó dos personajes posibles en un universo posible, y los pensó de modo de invertir esos papeles, dejando la serenidad y el silencio del lado de la escritura, y cargando la ansiedad y la culpa a la cuenta del que lee.

La novela es la historia de una obsesión contada en primera persona. El narrador es un periodista —una víctima— que hace un descubrimiento casual que se transforma en el centro y objeto de su vida.  Como un adicto, como un poseído, dedicará cada momento, cada pensamiento, a conseguir su objeto maravilloso. Y lo buscará en la basura.

Al principio todo es inocente. Nuestro narrador reconoce en un huraño y solitario vecino a un escritor de relativo éxito mucho tiempo atrás, ya olvidado por todos y sepultado entre los escombros de la memoria del veleidoso ambiente literario, cultural y mundano de Medellín. Descubrir que el vecino viejo y oscuro del piso de arriba es el mismo que alguna vez sonó en los círculos intelectuales como una promesa posible para la literatura y hasta para la revolución, es un hallazgo interesante para un periodista aburrido. Pero si la buena suerte quiere que además el enigmático vecino se aparezca un buen día con una resma de papel en blanco abajo del brazo, la cosa puede transformarse en una provocación.

Bernardo Davanzati, ex futuro éxito literario, autor de muy pocos textos conocidos (en rigor, de uno solo publicado como Dios manda y de otro casi mítico, no registrado en ningún archivo, no perteneciente a ninguna biblioteca, apenas mentado por algún entendido que declaraba  haber sabido de alguien que una vez vio un ejemplar) desapareció del candelero de verbenas, revistas y centros culturales y se dijo por ahí  que estaba preso por traficar cocaína. Que lo habían pescado en los Estados Unidos y que mejor así porque igual su mujer ya lo había dejado por un músico y que de todas maneras él no valía gran cosa como persona y mucho menos como marido, y que como escritor se había secado, que ya  no daba jugo.

La peripecia de la novela empieza entonces a transitar por niveles superpuestos, a medida que el obsesionado periodista incorpora la que será la más importante de sus rutinas: hurgar en la basura de Davanzati, rescatar los papeles escritos y desechados, limpiarlos de restos de comida, leerlos y  tratar de organizarlos.  Pero la reconstrucción de esa escritura pedirá muchas veces la reconstrucción de la vida del escritor secreto, y obligará al improvisado Max Brod a husmear entre los recuerdos de quienes lo conocieron (que son pocos, y son menos aún los que lo recuerdan), para, con esos jirones, ir tejiendo su propia  novela.

Abad traza entonces dos líneas principales. Una es recta, y obedece a la voluntad de orden del narrador, a su intención de organizar el recorrido, a sus explicaciones y a su calendario. La otra es discontinua, fragmentaria, ecléctica, y está hecha de los restos encontrados en la basura. De las palabras rescatadas y robadas a Davanzatti.

Obviamente, Davanzatti es un escritor inevitable, un compulsivo, alguien que ha decidido rendirse al vicio de la escritura, pero que ha renunciado a completar el circuito. No tiene lectores. Escribe y descarta lo escrito como un bulímico. Y precisamente por eso puede escribir de todo. Fragmentos de una novela, cartas, artículos periodísticos, versos, reflexiones filosóficas, no hay género ni estilo que le sean ajenos. Tampoco es consecuente o riguroso en ninguno de ellos, puesto que no se debe al lector, no se debe a la crítica, no se debe más que a su capricho. Y mientras los papeles van a la basura, su secreto lector, el violador de sus desperdicios trata, dificultosa, obsesivamente, de armar un rompecabezas que al principio debía ser un texto (el Gran Texto de Bernardo Davanzatti) pero que acabará por ser el propio Davanzatti. El hombre Bernardo Davanzatti

Eso, claro, dentro de la ficción. Porque en el mundo de los libros reales, en el que podemos leer efectivamente esta novela, ya no de Davanzatti, ni del periodista, sino de Abad, lo que se construye no es meramente un personaje (para el caso, Bernardo Davanzatti, escritor) sino un cuerpo posible para la literatura después de la literatura.

Es bastante vieja la idea de que el arte se alimenta de sí mismo, y no son pocos los autores que arman sus propias obras con restos de otras, con citas o hasta con reescrituras.  El ecuatoriano Juan Montalvo escribió en el siglo XIX los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, y el argentino Jorge Luis Borges fue más allá concibiendo, en el siglo XX, a Pierre Menard, autor del Quijote, quien logró la proeza de escribir  partes de la historia del ingenioso hidalgo, con el resultado asombroso de producir un texto radicalmente distinto del original, aun siendo idéntico letra por letra.

El extremo de Borges pudo haber terminado con esa vocación reiterativa y obsequiosa de la literatura, denunciando su irreductible circularidad, su condena a volverse sobre sí, a copiarse y resignificarse eternamente. Esto no ocurrió —por suerte, dirán algunos— pero prendió en muchos la incomodidad de las palabras agotadas, de los temas gastados, de los recursos demasiado repetidos. La originalidad se gastó, y tras ella parecen haberse gastado las copias y las renovaciones.

Por eso, más allá de lo obvio de su alegoría, la novela de Abad es refrescante. Porque está escrita para quienes quieren a la literatura, para quienes no quisieran perderla, para los que la disfrutan sin excusas, sin grandes causas justificatorias, sin vergüenza.

Porque en definitiva, lo que sugiere esta historia es que la literatura está muy cerca de lo antojadizo y lo adictivo, y que si hay literatura es porque hay quienes la siguen buscando, aunque sea en la basura. Aunque sólo encuentren restos de novelas sin terminar, de ensayos delirantes, de malos versos. Porque el hecho literario se completa con ese amor del lector, que llenará los blancos, que seguirá buscando, que terminará por cerrar, para su propia paz, cualquier historia inconclusa.


Basura, de Héctor Abad Faciolince, Barcelona, Lengua de Trapo, 2000, 192 págs.
* esta reseña fue escrita para El País Cultural, pero no llegó a publicarse porque Basura nunca fue distribuida en Uruguay.

domingo, 24 de octubre de 2010

Boquitas pintadas de rojo carmesí*


1. VER CINE
De niño se llamó Coco. El mundo entonces era General Villegas, un pueblito desértico al borde de la pampa, y las tardes transcurrían entre olores y sonidos familiares, entre chismes y bizcochitos, ruleros, licor de huevo, mamá y las tías.
Coco fue conocido luego como Manuel Puig: un escritor marginal, exitoso y controvertido que se hizo afuera de los circuitos intelectuales pero que, curiosamente, alimentó de material “difícil” al mundo académico durante varias décadas.
Cuenta Tomás Eloy Martínez que el sueño de Manuel Puig había sido ser una mujer bien maquillada, arregladita y con la comida pronta esperando a su marido en el zaguán. Una señora coqueta y joven que hubiera alcanzado el sueño aldeano y santo de casarse con un hombre bueno. “Soy una mujer que sufre mucho”, dice que dijo una vez.
Su educación sentimental se había hecho entre mujeres, en tardes de mate dulce en la cocina, entre el radioteatro y los chismes de pueblo. Un niño solitario pendiente de cada gesto del mujererío, de la intención puesta en las miradas, en la complicidad que refuerza o desmiente las palabras dichas, en los tonos de voz que anuncian, que ocultan, que exageran. Dicen que para poder escribir su primera novela debió recordar la voz de una de sus tías.
Esa formación marginal y espía, ese encantamiento por el universo femenino al que se asiste desde una ubicación lateral pero privilegiada escribió casi toda su obra. Eso, y la dolorosa aceptación de ese lugar equívoco, de la imposibilidad de ser una señora casada, una mujer elegante, una novia buena. Eso, y un mundo glamoroso desplegado en la pantalla del cine, en las revistas femeninas, en la ilusión del espectáculo. Un niño que quiere ser una mujer que quiere ser una estrella.
Un cine de pueblo en el que se exhiben melodramas americanos y sus correlatos argentinos; la función vermouth de los miércoles, de la mano temblorosa de la madre; las lágrimas de Dolores del Río, la perfidia de Lauren Bacall, los ojos de Greta Garbo. Y un mundo imaginario que se edifica de superponer a la chatura de la pampa el relieve esplendoroso de la vida que corre en las películas.
Paradójicamente, es en la pantalla que la vida adquiere espesor, profundidad; una dimensión más allá del plano.
Pero seguramente Coco no tardó en comprender que la linealidad de la vida real no era más que apariencia. Que eso que discurría casi quieto en el ámbito doméstico, estaba lleno de mensajes cifrados, de códigos superpuestos, de virtualidad y fantasía. Que en ese mundo de perímetros definidos y roles ajustados había una latencia de pasiones, de ocultamientos, de rencor y pena sublimada y estéril. Supo que muy lejos estaba la vida de ser clara; que cada frase de cortesía entre vecinas filtraba suspicacias, sospechas, malicia; que detrás de cada pregunta amable había una curiosidad perversa, un mapa siniestro de conjeturas y cálculos. Aprendió a descifrar códigos que nadie explicitaba; a leer, detrás de la voz, el recorrido del pensamiento y del alma. Descubrió que la vida se actúa, que se sobrevive impostando voces ajenas, que el mundo, aún en General Villegas, es de una enorme sofisticación.
Manuel Puig todavía se llamaba Coco cuando aprendió, sentado en la cocina, que la lógica de la conversación tiene poco que ver con las frases dichas, y sí tiene que ver con los silencios, con el movimiento del cuerpo, con el ritmo de la respiración. Muchas veces habrá apagado el volumen de la charla hasta sentir apenas el murmullo, atento a los detalles de la escena, a los gestos, a los desplazamientos.
Apenas pasados los veinte años, una beca lo sacó de General Villegas y lo puso en Roma como estudiante de cine. No duraría mucho en los cursos. Al poco tiempo se iría a París, luego a Londres, y finalmente a Nueva York. Pero en esos días cualquier productor que necesitara un muchacho para cualquier tarea podía contar con él. Cargar bultos, correr por cigarrillos, encender o apagar luces, lo que fuera estaba bien, siendo dentro del set. Aprendió técnicas elementales de filmación, de composición, de montaje.
Aprendió la importancia del vestuario, de la voz de un personaje, la presencia ineludible de la cámara. Aprendió a narrar.
2. HACER CINE
Cuando regresó a la Argentina -ya siendo, definitivamente, Manuel- sabía algunas cosas: que no quería dirigir cine; que no podía no hacer cine. Comenzó a escribir.
La traición de Rita Hayworth (Bs. As., 1968) inauguró un camino de malentendidos y temores que ya no se detendría. Su publicación se demoró por causas insólitas: fue rechazada por Seix Barral (Vargas Llosa se negó a premiarla en el concurso organizado por la editorial), y en Argentina la edición fue detenida por la intervención de un linotipista que la consideró excesivamente cruda.
Se trata de una novela autobiográfica -según el propio autor declaró- en la que se acompaña el crecimiento de un niño (Toto) y su creciente aislamiento, en un pueblo de la pampa. Son varios capítulos -la mayoría en forma de monólogo, aunque hay algunos diálogos, cartas y anotaciones- en los que cada personaje que compone el círculo de allegados a Toto (su familia, algunos conocidos del pueblo) se presenta a sí mismo y ayuda a componer la sinfonía de la historia. Llama la atención desde el comienzo ese rasgo de “ausencia de narrador”, esa voluntaria tachadura que el autor ejerce sobre sí mismo para potenciar la voz de los personajes y su credibilidad.
La vida en Coronel Vallejos -nombre que General Villegas tomará en la ficción de Puig en adelante- es razonablemente monótona y apacible, y es ahí, precisamente, que está su intensidad. Porque aunque nada heroico o trágico sucede en sus vidas, todos los personajes están atravesados por una mirada superior; por un despótico y prescindente astro que les presta la voz, los sueños, y hasta el dolor: todo en la novela está traspasado de cine. Los personajes ven películas, hablan de películas, juegan a las películas. Cada uno de ellos metaboliza ese artefacto a su modo y según sus necesidades, pero todos se valen de él para vincularse entre sí, para proyectarse hacia afuera, para poder seguir viviendo.
La traición... nació en medio de una controversia -la editorial- y desató varias otras -académicas- desde entonces. Imposible de encasillar dentro de la literatura latinoamericana del momento -la del boom, la comprometida- debió ser explicada como fenómeno del lenguaje, como problema de discurso, como revolución narrativa. Fue discutida entonces por expertos, se reconoció su parentesco nobiliario con el Quijote y con Madame Bovary y las opiniones variaron dentro de un amplio registro: los personajes viven vidas vicarias porque confunden la realidad y el cine; los personajes no se engañan en absoluto porque saben lo que es cine y lo que es vida; los personajes son hablados por el lenguaje imperialista, avasallante y masivo de la industria cinematográfica y los intereses que la sostienen; los personajes parodian la vida glamorosa de la pantalla y se regodean en forma lúdica, infantil y algo perversa.
Boquitas pintadas (1969) anuncia desde el título que se aprovechará de otros lenguajes pero que seguirá valiéndose de referentes culturales populares para dar carnadura a su historia. El tema vuelve a ser la vida en Coronel Vallejos, esta vez desde varias voces femeninas y algún oscuro registro de varón. Una mujer recibe la noticia de la muerte de un hombre del que estuvo enamorada y comprende que ya nada más le queda por perder. Le escribe a la madre del difunto para compartir con ella su pena, y a partir de allí comienza a reconstruirse la vida del pueblo, la del hombre que murió, la de las varias mujeres a las que sedujo, los amigos que tuvo y las esperanzas que frustró.
Todo texto, se dice, incluye su propio manual de instrucciones de lectura. El de Boquitas... es bastante explícito. Es interesante -y es sutil siempre el trabajo de Puig, la forma que se da para desaparecer como narrador y para exhibirse como montajista- que a pesar de que explícitamente la novela se ofrece en forma de folletín (con entregas en lugar de capítulos, con descripciones precisas que parecen sustituir a un ojo clínico) el título alude a una canción. Siguiendo esa pista se puede reconstruir un paradigma del texto, un otro-texto que estructura o devela el relato valiéndose de estrofas de canciones -tangos o boleros- que encabezan cada entrega y le dan el toque lírico que la obra intencionalmente elude a fuerza de parodiarlo.
La anécdota es notoriamente trivial, pero la riqueza del texto procede del juego de niveles discursivos; de la multiplicidad de relaciones que el lector establece sin esfuerzo y golosamente (Puig, en ese sentido, no reclama un lector macho sino que apela a un modo hembra de saber leer).
El primer capítulo ya es sorprendente: una nota periodística da cuenta del lamentado fallecimiento de un tal Juan Carlos Echepare, 29 años, simpático y conocido de todos, tras sufrir una larga enfermedad de la que sus más íntimos allegados estaban al tanto.
Imperceptiblemente el lector es introducido en un sistema de informaciones implícitas que se irán confirmando a medida que avance en la novela: la población no puede ser muy grande si Juan Carlos era conocido de todos; Juan Carlos debía ser bastante tarambana si su nota fúnebre apenas puede rescatarlo como “simpático”; Juan Carlos estaba enfermo de algo desde hacía tiempo, pero discretamente se ocultaba su gravedad; Juan Carlos ocupaba en la localidad una posición de privilegio, y eso explica que fuera conocido pero que sólo algunos fueran “allegados”.
En el nivel de la historia un complejo sistema de datos comienza a abrirse, pero sólo podrá completarse con intervenciones al nivel del discurso que irán indicando el camino. Si fuéramos a imitar el recurso de Puig, deberíamos decir de la novela algo así como: frase que da título a la primera parte: Boquitas pintadas de rojo carmesí; verso que sirve de acápite al primer capítulo o entrega: “Era...para mi la vida entera...”; palabras con las que se introduce la anécdota bajo la forma de suelto periodístico: “Nota aparecida en el número correspondiente a abril de 1947 de la revista mensual Nuestra Vecindad, publicada en la localidad de Coronel Vallejos, Provincia de Buenos Aires”.
Es decir que aún antes de leer el aviso de la defunción el lector sabrá que va a ser introducido en el mundo de los amores desgraciados pero eternos, y podrá seguir la evolución de esos amores usando todos los recursos que el relato irá poniendo a su disposición (cartas, descripciones, documentos jurídicos, fichas médicas, informes policiales, diálogos y monólogos, sueños) para que lea entre líneas; para que el juego sea tan explícito como secreto y desplazado es el mundo afectivo de los personajes.
La vida sosa y previsible de Coronel Vallejos vuelve a cargarse de intensidad dramática en el contraste con el mundo ilusorio del folletín, el radioteatro, el cine y la canción popular. Pero además -y sobre todo- lo que podríamos llamar “la vida real” desnuda su complejo sistema de códigos, la imposibilidad de los personajes de valerse de una lengua propia -distinta de la impostada, de la imitativa- , la inteligencia que desarrollan para entenderse a través de esos mensajes velados, la impotencia y la frustración que suponen sus vidas chatas, el resentimiento y la soledad.
3. SER CINE
La pregunta inevitable al leer Boquitas... es ¿qué hizo que Manuel Puig, argentino, escribiera en 1969 una novela que prefiguraba a Almodóvar, que inspiró a Cabrera Infante, a Donoso, al propio Vargas Llosa que la había rechazado? Y sobre todo ¿qué hizo que lo hiciera así, renunciando al guiño cómplice que en Vargas Llosa delata al intelectual detrás del folletinista, que en Almodóvar se desparrama en exageración, en grotesco, en provocación, para mostrar también la distancia respecto al género al que se rinde culto? Puig no inventó el folletín, ni el uso del lenguaje coloquial, ni el recurso del montaje aplicado a la literatura, pero hay algo que lo hace radicalmente diferente respecto a sus contemporáneos: no parece servir a ninguna causa superior. Mientras el Miguel Delibes de Cinco horas con Mario usa el monólogo de su personaje -su tono de entrecasa, su mezquino mundo interior- para poder hablar de España y del franquismo en plena dictadura, por ejemplo, Puig no rinde tributo a más causa que la suya propia. Desajustado, excéntrico, autista, copia con menos inspiración que deseo, pone al servicio de su propio drama los recursos aprendidos y arma un nuevo juego.
Se puede pensar que fue menos la intención intelectual de explorar -y explotar- el lenguaje y las posibilidades estilísticas que la incontenible ambición de ser cine: no el director sino la película; no la actriz, ni el peluquero, ni el montajista, sino el espectáculo, la magia heteroglósica en la pantalla. Porque Manuel Puig había sido Coco, y Coco fue las tías, la madre, la incomprensión del padre, la ilusión del cine.
Encontrar al autor de Boquitas pintadas no parece posible sin reconstruir el itinerario del niño de las tardes de cine de pueblo chico. Porque Manuel Puig, el escritor que dividió a la crítica y marcó -aún sin proponérselo- el camino de tantos después de él, es ese lugar imposible, esa muchacha de pueblo a la que le crecía la barba, ese jovencito de escasa instrucción que gana una beca para hacer cine en Roma, ese auxiliar de set de filmación que no puede renunciar a ser la estrella, la gorda que come pop, el galán bigotudo, la costurera llorona.
Una extravagante criatura solitaria desmultiplicándose en actriz, director, cámara, platea.

* publicado originalmente en El País Cultural, año 2000

lunes, 7 de junio de 2010

Tramposa Cenicienta*


Hay textos que se abren paso con una contundencia que desmiente brutal, violentamente, la primera impresión sugerida por el ojo. Una novelita de apenas cien páginas, un libro finito y discreto con una linda tapa ligeramente pop, puede contener mucho, mucho más de lo que un lector desprevenido podría tolerar a la ligera. Hay cosas así en César Vallejo, cosas tramposas, pero no nos apresuremos.

Para decirlo de modo sintético, Hispania help es la historia de una mujer de más de treinta años, soltera, sin amor y sin ilusiones, que un buen día decide dejarlo todo y tomarse un avión a España, la madre patria, el horizonte de expectativas de casi todos los uruguayos demasiado haraganes para imaginarse una vida en otro idioma. Pero ella no quiere sólo irse. Ella quiere irse y ser otra. Quiere ser J.K. Rowling, o una escritora cualquiera que tenga éxito, que gane mucho dinero, que logre aplastar, con la implacable y definitiva maldición de la buena fortuna, todas las frustraciones y toda la estupidez de la vida, esa cosa dada no sé sabe muy bien para qué, si ni para honrarla ni para respetarla ni para multiplicarla. La mujer sola está sola pero no es estúpida, así que bien puede imaginar un par de conjuros, una colección de sanos deseos de hacer el mal que le permitan llegar hasta el otro lado del océano con algo más que una mano atrás y otra adelante, que fue como llegaron sus abuelos y sus padres al Uruguay, con la cabeza baja y una sensata y prosaica convicción de que debían durar y aclimatarse.

Risas cuadradas.

Lo primero que hay que decir de Isabel es que no sabemos su nombre. El que usa no es el verdadero, y el verdadero no le sirve para nada. Nada de lo que trae le sirve para nada, salvo la incombustible astucia de máquina deseante, impelida hacia el frente, tironeada desde adelante por una especie de cabeza escaneadora que registra lo que ve, y lo que oye, y lo que sin oírse, se sabe. En el primer capítulo es una mujer crecidita que vive con sus padres, trabaja en la zapatería Cristal, compra un periódico sensacionalista que le sirve de excusa para fantasear con el quiosquero, y no ha terminado la carrera de Letras -aunque ese extremo parece más un alivio que una culpa. En el siguiente los padres han muerto y ella ya ha perdido dos trabajos y un amante que mejor está así, perdido, pero como las cosas son dinámicas y hasta lo peor puede empeorar, la idea de juntar los ahorros e irse a España empieza a orientar los hechos. El camino de despedida de las cosas conocidas -el abuelo en la casa de salud; el único amor verdadero que no está, porque se murió o fue abducido, según a quién se le crea; los incontables parientes que para poco sirven- no conduce al personaje hacia un relato unificador en torno a la memoria (¿cómo unificar un caldo knorr, una gota de aceite, un agujero negro?) pero lo revela en su singularidad total, en la absoluta soledad de una fuerza básica y mal atada que tiene algo de huérfana y mucho de bestia, de animal mal parido.

La escritura de Estramil es tramposa, decíamos, como la de Vallejo. Es denotativa y precisa casi siempre, pero se apoya en el truco del peruano, ese que usaba cuando decía «yo no sé», y con eso dejaba caer el peso de la evidencia de todo el dolor universal sobre su precario lenguaje. Estramil dice «ya se sabe», o «y ya dije demasiado», o «Sin embargo. Sin embargo». Y es ahí, en el vacío del lenguaje apelando a lo que no hace falta decir, que el monto intolerable de sufrimiento que toda vida soporta en pequeñas dosis parece concentrarse sobre una persona sola, sobre un minuto total, con la desproporción de un castigo aleatorio.

Matar un picaflor.

Claro que Hispania help es, además de una poderosa muestra de escritura en primera persona (la primera persona del camarógrafo, del asesino enmascarado que sigue a su víctima, del robot que segmenta y registra la superficie de Marte; nunca la primera persona del vacilante o el timorato), una novela en la que pasan cosas. Menos el viaje a España, pasa todo. En un clima intoxicado por la narrativa en imágenes de David Lynch, Isabel se convierte en escritora, que es lo mismo que decir que se convierte en asesina, en exitosa timadora, en experta en desilusiones ajenas que sirven para minimizar las propias. El camino de la literatura es tan duro como cualquier otro, e igual de aburrido a la larga, pero en el recorrido se pueden hacer muchas cosas. Lo sabe bien Isabel, que estudió letras y formó parte de una sociedad de poetas de objetivos tan secretos como los nombres verdaderos de sus integrantes. Un escritor puede hacer todo menos morir -aunque se han dado casos extraños, no siempre bien documentados, de escrituras póstumas- y tiene entre sus más loables cometidos llevar a la muerte, la humillación y la locura a sus personajes. Isabel es una escritora principiante, pero Estramil no, así que todas las posibilidades están usadas con acierto. Su protagonista embiste altivamente los obstáculos más o menos pelotudos que la vida le pone delante y alcanza toda su estatura, firme sobre piernas depiladas y bronceadas con abnegación de hija de inmigrantes gallegos, hasta plantarse frente al espejo que le muestra su cara verdadera. La cara que alguien verá por una vez, y después ya no verá nada.

Cuando este libro fue presentado, días atrás, en la 32ª Feria Internacional del Libro, Álvaro Buela señaló que, a pesar de las probables intenciones de la autora, la historia no le había parecido graciosa. Quien esto firma debe decir que, por el contrario, se rió casi continuamente mientras la leía. Es claro que la risa puede ser triste, y que el sarcasmo produce, por lo general, más amargura que sonrisas. Sin embargo, la Isabel de Estramil no se burla de los demás tanto como se encuentra graciosa y patética a sí misma, envuelta siempre en un pudoroso pañolón que desestimula la penetración en las áreas más aterradoras del alma. La tristeza, parece decir, es lo único privado que tenemos, así que me perdonarán si los entretengo con otras cosas. Además de episodios oníricos, fiestitas infantiles, historias de poetas y agudas observaciones sobre la calidad espiritual de los comerciantes, Estramil pone grandes montos de humor para mantener a sus lectores en un ritmo constante de ansiedad y empatía. No hay tiempo para distraerse. Son pocas páginas, pero no hay palabras de más.

Mercedes Estramil (Montevideo, 1965) ganó, en 1994, el Premio Municipal de poesía por su libro Ángel sólido (inédito), y en 1995 su novela Rojo (Banda Oriental, 1996) obtuvo el Gran Premio del concurso de narrativa de E.B.O y Fundación Lolita Rubial. Es colaboradora habitual del suplemento Cultural del diario El País.


Hispania help, de Mercedes Estramil, Montevideo, Hum, 2009, 108 págs. Distribuye Gussi. $ 230.

*publicada en REVISTA ESPECTACULAR en diciembre de 2009

No se culpe a nadie*


Al primer golpe de ojo ésta parece otra novela simpática del tipo “historias tragicómicas de personajes marginales”. Eso prueba que no hay que confiar en el primer golpe de ojo. Apenas avanzada la lectura Carlota podrida se revela como un texto de agudeza sorprendente, y mucho antes de haber llegado a la mitad cualquier lector habrá entendido, sin sombra de duda, que se topó con uno de los libros más bellos, más dolorosos y más inteligentes de la narrativa de los últimos veinte años.
Sergio Techera es un músico cuarentón de la ciudad de Treinta y Tres, que se gana la vida tocando cumbia en los bailes, a pesar de que odia la cumbia. Hubiera querido estudiar filosofía en Montevideo, pero la muerte de sus padres truncó ese sueño. El personaje de Techera puede parecer extraño a los montevideanos —un tipo hipereducado y culto que no tiene ningún vínculo con los sectores acomodados del pueblo— pero nuestro país da esos mutantes, que no deben ser confundidos con el clásico bichicome poeta, ni con el loco filósofo o demás pintorescos atorrantes profusamente rescatados por la literatura costumbrista. Ricardo Sergio Techera es hijo de una profesora de piano; creció durante la dictadura y se educó en la benéfica influencia de la restauración democrática. Es posible inferir, sin embargo, que Techera está bastante lejos de pertenecer al universo militante y culto de la restauración, y que es precisamente esa marginalidad la que afila el lápiz de su fina, dolorosa capacidad crítica.
Antes de seguir, conviene aclarar algo: la novela está narrada en dos secuencias que se intercalan. Una, en tercera persona, desarrolla una anécdota que tiene algo de policial, algo de sainete y algo de tragedia del subdesarrollo. En esa secuencia Techera es el héroe —un héroe devaluado, criminal— y cuenta con varios ayudantes y con un oponente abstracto, que es la vida misma.
La otra secuencia, que la tipografía distingue en itálicas, es un alegato perfecto, implacable y sin esperanza ante un tribunal más ciego que la mismísima diosa de la justicia. Escrita casi toda en segunda persona (esa primera persona falsa y demandante), es la carta de Techera a su víctima, y da cuenta de las razones que lo llevaron a cometer el crimen. Ambas secuencias funcionan, respectivamente, como relato y metarrelato.
ESTRELLA EN APUROS.
Lo que está narrado en tercera persona es la historia, desplegada cronológicamente, de un plan, su ejecución y sus consecuencias. El plan consiste en secuestrar a Charlotte Rampling —la estrella británica, ahora reconvertida en activista social— aprovechando su visita a la ciudad de Treinta y Tres en el marco de una gira benéfica. Rampling fue el gran objeto maravilloso de Techera; la forma misma de lo deseable; esa que mira desde la pantalla, y lo que mira no lo ve. El secuestro, por supuesto, no tiene nada que ver con ganar dinero, pero tampoco con satisfacer una calentura adolescente mediante el estupro. Lo que Techera quiere es arañar la burbuja aséptica que protege a Rampling y obligarla —amorosa, fervientemente— a oler un ensopado criollo, un efluvio de caña brasilera, un cabo de vela de sebo, una pared con humedad.
Nadie en Treinta y Tres conoce a Charlotte Rampling tanto como Techera. Y seguramente nadie en el universo haya dedicado tanto esfuerzo silencioso, tanto tiempo y tanto deseo a un objeto tan distante y helado, tan singular, tan poco apropiado para ese fin. Pero él no es de los que se alinean detrás de fetiches vulgares, ni de los que se dejan arrastrar por pasiones pelotudas. Él es un melancólico, un exquisito, un solterón solitario marcado a fuego por la certeza del simulacro y del error. Un fervoroso —aunque discreto— militante de la carencia.
SÓLO PARA SUS OJOS.
El plan sale bien, y la flaquísima estrella es secuestrada y retenida en un oscuro galpón que tiempo atrás alojó a una fábrica de enanos. Durante el tiempo que dura el encierro de la diosa, Techera está en constante víspera, siempre a punto de entrar al cuarto en el que yace Ella, pero no lo hace. Mientras tanto, escribe el largo texto explicativo, que puede leerse como el más conmovedor poema de amor desde aquel “soy yo, soy Borges” de El Aleph.
Y ahí es donde el texto de Espinosa desborda los límites de la novela moderna y arma su propio metarrelato, cerrando un paquete que es obligatorio describir como posmoderno, y que hace de este libro de poco más de cien páginas un objeto que se abre en innumerables direcciones. Porque el texto en itálica no es la cura de Techera mediante la palabra, sino la imposibilidad de la cura, porque no se puede confiar en las palabras. Es un repaso exhaustivo de los simulacros con los que debe transar una persona que no puede dejar de ver la diferencia entre el aire limpio que rodea a una estrella y la pestilencia que envuelve a una hembra de edad indefinida y vientre cruzado de estrías que sacude las caderas en un baile de Treinta y Tres.
Antes de ser el perfecto neurótico que escribe, Techera fue un niño como cualquiera, empecinado en unir las cosas del mundo, masivas e indistintas, a nombres claros y definitivos. Elaboró listas de pájaros, de juguetes, de personajes, de ciudades, como todos los niños. Es parte del crecimiento de cualquier sujeto bien logrado transformar esas listas de la infancia en relatos. Y es condición de posmodernidad entender que esos relatos son fábulas de escasa consistencia, simulacros, escenas hipertrofiadas que empobrecen la realidad, a fuerza de ofrecer mundos más coloreados, más nítidos y desodorizados. “Lo que quizás le resulte novedoso es que un Watusi de Treinta y Tres sienta algo así como angst porque la aldea en que transcurre su existencia no es Brujas ni Ciudad Gótica. Aquella noche pegajosa y tibia en medio del invierno, antes de entrar al cine, yo sentía eso: la rabia triste de un sordo absoluto de nacimiento que puede leer partituras de música barroca.”
Techera sabe que Charlotte Rampling es un objeto de deseo (algo sublime, en suma) pero decide retirarla del plano de los objetos fantasmáticos y sumergirla en el plano del olor de las cosas. Al mismo tiempo, necesita explicarle por qué lo hace. Necesita volcar sobre esa diosa humillada, no sólo su ansiedad, sino su desencanto. Necesita restituir cierta justicia a un mundo demasiado desparejo, y para lograrlo no alcanza con mezclar en la retorta del mismo aire caliente el sudor de una diosa y la pestilencia de unas chancletas de goma. “Los propósitos de mi relación, repito, siempre fueron exponer algo así como el backstage teórico del lapso horrible que intercalé en su vida [...]. Porque me pareció útil a ese propósito explicativo (aunque también por desconcierto, por miedo, por desahogo) describí mi propia situación de enunciación, ...”. Por eso, aunque el final esté lejos de ser optimista, hay, en la potencia misma del lenguaje, en su capacidad autorreflexiva, munición suficiente para enfrentar la caída de varios relatos.
Gustavo Espinosa (Treinta y Tres, 1961) es autor de la novela China es un frasco de fetos (H editores, 2001), ganadora del concurso Posdata 2000. Además ganó el premio Fondos concursables del MEC para la publicación de su libro de poesía Cólico miserere (Trilce, 2009).
Carlota podrida, de Gustavo Espinosa. Ed. Hum, Montevideo, 2009, 119 págs.
*publicada en EL PAÍS CULTURAL el 15/01/201