domingo, 21 de noviembre de 2010

Guimarães Rosa: El lenguaje es el suelo y el cielo*


Iban a ser doce historias, pero el celo del autor sacó a tres de la jugada, y la cosa quedó en nueve. Sagarana (1946) es el primer libro de relatos de João Guimarães Rosa, y ya muestra una concepción de la obra de arte que alcanzaría su punto culminante diez años más tarde, en Grande Sertão: Veredas (1956).

La edición de Adriana Hidalgo es la primera que se hace en español, e incluye un prólogo de Pablo Ronái fechado en 1946 y una carta del autor a João Condé, de la misma época, que da cuenta de la génesis del libro. Ambos textos son de interés, pero no alcanzan para explicar el impacto de una obra que sólo puede adjetivarse como inmensa y cuya lectura llega a ser, por momentos, extenuante.

En la carta a Condé, Guimarães dice que, antes de escribirla, pensó en Sagarana como en un barquito en el que debería cargar, entera, su concepción del mundo. Y ese barquito navegaría por el infinito mar de la lengua, liberado de trabas e imposiciones, pero manteniendo el rumbo preciso para no perder nunca la palabra justa. Era un plan ambicioso, pero estaba a cargo de alguien que había conseguido aprender en forma autodidacta más de diez lenguas y que había estudiado la gramática de otras tantas. El lenguaje es el suelo y el cielo de Guimarães, y es en él que puede ser ejercida la divinidad. 


El río sin orillas. 

Sagarana es un texto en movimiento, como el sertón; transitado por manadas de bueyes, atravesado por el vuelo de los urubúes, las garzas y los maracanaes, mecido, acunado y hechizado por el rumor de las colmenas y de las copas de los árboles. El lector viaja a través del vehículo de la lengua con la impresión de estar sometido al antojo de un guía despótico que no tiene apuro en llegar a destino. Todo está vivo en el sertón: hombres y bestias, plantas y ríos, colores, sonidos; hasta lo secreto y lo invisible son tangibles y animados. Las historias, cuyos protagonistas pueden ser humanos o animales, vivos o muertos, se desenrollan y se pierden en un paisaje que es un antipaisaje: es la imposibilidad de estar quieto, de ser fijado o atrapado en una imagen inmutable.

Decía Roland Barthes que la autoridad del escritor burgués se instalaba en la seguridad del pretérito indefinido, que pone un mojón en la arbitrariedad del tiempo, y en la tercera persona, que habilita la perspectiva. Ambos recursos, combinados, hacen posible el milagro de la novela: alguien que todo lo sabe le cuenta una historia a otro alguien, que todo lo cree. Ese pacto de sumisión sería inherente a la escritura —y, sobre todo, a la lectura— de ficciones narrativas.

La tiranía de Guimarães se apoya en una técnica opuesta. El lector de Sagarana debe entregarse al paseo por una geografía que se ofrece masivamente, sin perspectiva, avasallante en la densa presencia del conjunto y obscena en la cercanía y en el detalle. “Entonces la verdolaga, avanzando indiscretamente –¡ora-pro-nobis! ¡ora-pro-nobis!– mostró tallos rojizos debajo de las cercas de las huertas y, talo a talo, avanzó. Pero la orquídea cabeza de toro y el pasto morado, los dueños de la calle, la ahuyentaron de vuelta; y ni siquiera pudo retroceder, la pobrecita rastrera, porque en el huerto de las espinas coloradas estaban peleándose con el clavelillo y con la verbena en flor. Y, detrás de la hierba mora y de la escobilla, venían con urgencia del campo –¡oy-ay!– el torito, con los tridentes de las hojas e hileras completas, columnas astutas, del rígido matacampo.”

En ese ambiente siempre en ebullición, lo vivo es el personaje. Y todo está vivo. Y si los pastos pueden comportase como hombres —avanzar indiscretamente, ser dueños de la calle, pelearse— también pueden hacerlo las manadas, los ríos, y hasta la fiebre, que trepa por la orilla y gana terreno y deja vacíos y secos los pueblos que encuentra.

El truco de Guimarães consiste en simular que es el relato el que se mueve solo, discurriendo fascinado y sin prisa por un mapa sin trazar, infinito, que se resiste a la reducción descriptiva y a la violencia del punto de vista. El ojo mágico de Guimarães se trepa y se adhiere a la superficie de las cosas y las hace hablar con palabras nuevas y viejas, con expresiones dialectales y con neologismos, hasta hacer un territorio nuevo, espejismo y espejo del sertón, en el lenguaje.


De hombres y de bestias. 

Aunque hablar de anécdotas parece trivial en este caso, lo cierto es que podría forzarse la reducción de cada relato de Sagarana a una historia central. La primera sorpresa, sin embargo, consistiría en descubrir que detrás, o adentro de esa historia hay siempre otra. Los temas son siempre los mismos: el amor, la traición, la venganza, la muerte. Pero los hombres, en sus circunstancias más o menos trágicas, con sus grandes gestos de arrojo o con sus miserables rencores, no son lo más importante. No están en el centro de la escena, porque para que haya una escena debe haber algo como un retablo; algo asimilable a un paisaje, una reducción al plano, la construcción a partir de una mirada externa; un juego, en definitiva, de márgenes y centro.

Un grupo de vaqueros se ahoga en una creciente, un bravucón despiadado tiene una segunda oportunidad, una pareja de ancianos palúdicos espera la muerte, un niño lleva el cuerpo de su padre muerto en una carreta. Son las historias que podemos pensar: las que son traducibles a una lógica de causas y consecuencias; las que justifican o vuelven pertinente un relato. Pero no es en la antigua nobleza de lo trágico, lineal e inapelable, que se resuelve la obra de Guimãraes. Es en la infinita e inabarcable riqueza de la vida, en el empuje ciego hacia la reproducción y la proliferación de las cosas, o mejor, en su artificial reconstrucción en un lenguaje sin límites.


Después de Sagarana.  

Sagarana se escribió (Guimarães lo dice así, en la carta a Condé: “El libro se escribió...”) en siete meses, en 1937 y fue publicado por primera vez en 1946. Años más tarde, en Grande Sertão: Veredas, el despliegue léxico alcanzaría su máximo esplendor al servicio de una historia más cercana a lo maravilloso, y Guimarães entraría definitivamente al canon de esa institución conocida en todo el mundo como “literatura latinoamericana”. Leer hoy a Guimarães no es un ejercicio sencillo. La suya es una escritura tiránica que no soporta las distracciones. El haragán que pretenda saltearse un par de párrafos con la ilusión de llegar antes a los hechos puros, se perderá, seguramente, los hilos de la acción, porque ni la acción ni los actores se recortan de fondo alguno. Todo es una trama en movimiento, un tejido compacto y sin fisuras que no tolera una lectura veloz.

Una mención especial merece la traducción de Adriana Toledo de Almeida. En un texto  como éste, lleno de palabras intraducibles, de nombres indígenas, de giros expresivos locales, de aracaismos y neologismos, mantener el ritmo y el espíritu de la obra original supone un dominio extraordinario, menos, tal vez, de la lengua fuente, que de la lengua de destino. Es justo decir que el resultado está a la altura semejante desafío.
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Sagarana, de João Guimarães Rosa. Traducción de Adriana Toledo de Almeida. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2007, 447 págs.
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*Este artículo de Soledad Platero fue publicado en El País Cultural, de Uruguay, el 11 de enero de 2008

1 comentario:

  1. Muchísimas gracias por haber comentado la traducción de Sagarana!
    Un abrazo,
    Adriana T. de Almeida
    (Instituto Horizonte Brasil)

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