miércoles, 12 de enero de 2011

La piel del coyote*

Más aun que el mar, el desierto suele alimentar la imaginación de los hombres con fantasías de libertad, de olvido y de consuelo. Ofrece, a los agotados habitantes de la ciudad, el atractivo de una desaparición posible, de un abandono en la inmensidad sin límites, de un abrazo final y de una conquista. Los que se dirigen al desierto —y no los que tienen que atravesarlo para llegar al otro lado— no persiguen un objetivo geográfico, sino espiritual.

En un cuento escrito a mediados del siglo XX por un argentino (el cuento es Sur; el argentino es Borges), un hombre que acaba de salvarse de una infección mortal sube a un tren que lo llevará al Sur; a un descanso reparador que será el de la convalecencia, pero también el de un nuevo comienzo. De algún modo, murió en aquel hospital, y lo que tiene por delante, en el Sur, es una segunda vida. Coyote es un relato gemelo de aquél, aunque algunos detalles están invertidos.

En un tren que no es rápido como el tren bala, tres parejas jóvenes se aburren mientras esperan llegar al caliente valle en el que crece el peyote. El inmundo vagón en el que viajan está lleno de los olores de los pobres: aves vivas transportadas en jaulas, orina, sudor. Afuera, en el paisaje que se recorta en las ventanillas, el sol quema una tierra monótona en la que difícilmente pueda encontrarse nada parecido a una verdad primitiva, a una revelación o una certeza.

El relato elige la perspectiva de Pedro, y por él sabrá el lector que aquel viaje no es el primero, sino una penosa reconstrucción de otro viaje ocurrido dos años antes. Pedro y Clara compartieron, tiempo atrás, una experiencia poderosa en la que el licuado de peyote tuvo una responsabilidad no menor. 

Ese encuentro sobrenatural, alcanzado dentro de los límites de un mundo alucinante, no fue suficiente para equilibrar el peso intolerable de dos años de convivencia en la ciudad. La rutina, las cuentas, los compromisos, los horarios, todo lo que llena el tiempo de las personas adultas en las ciudades modernas, terminó por vencer aquel lazo anudado con la complicidad de los dioses en las tierras del maguey. 

Ahora, arrastrado por Clara, y acompañado además por cuatro amigos, Pedro vuelve al desierto con la convicción de que es inútil tratar de reeditar un viaje iniciático. Sin embargo allá van: seis abombados de clase media deseosos de recuperar el contacto con la poderosa energía de la tierra y con las misteriosas realidades paralelas que el peyote les pueda facilitar. El desierto es un lugar inhóspito, en el que sólo viven los que no pueden elegir, y al que llegan los buscadores de fortuna rápida (cazadores, contrabandistas de plantas o de animales) o los huicholes, los auténticos peregrinos de una fe antigua y salvaje. Y ellos, claro. Los turistas del espíritu. Poco antes de bajar, alguien le entrega un cuchillo de monte “por si las moscas”.

Lo que sigue es la verdadera historia. El camino en el que Pedro se pierde; el incomprensible altar de piedra en el que entiende que está perdido; el coyote cojo al que mata y despelleja en una pelea tan innecesaria como inevitable; el cuerpo atormentado, la fatiga, el hambre y la sed. El final del relato no tiene importancia. La perfección del calvario lo situó dentro de los límites de su propio cuerpo lastimado, y del exacto instante presente exigido para la supervivencia.

En el Sur, Juan Dahlmann recoge el cuchillo que alguien le tira, y sale a enfrentar su destino, que tiene forma de hombre. En el caliente desierto del Norte, Pedro enfrenta y vence a un animal —el hecho de que el coyote esté herido es trivial, porque el hombre tampoco está entero si le faltan las referencias, el lenguaje, los otros hombres— y sobrevive para encarnar a todos los hombres, en una tierra que sólo habla la lengua del esfuerzo y el combate. Varias de las circunstancias particulares son diferentes, pero es idéntica la voluntad de matar, agazapada en el cuchillo.
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"Coyote", en La alcoba dormida, de Juan Villoro. Hum, Montevideo, 2008.

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