jueves, 27 de enero de 2011

El texto infinito*

En el comienzo de El orden del discurso, Michel Foucault confiesa su deseo de deslizarse “subrepticiamente” en el discurso que debe pronunciar. Dice que hubiera querido, menos que tomar la palabra, verse “envuelto por ella y transportado más allá de todo posible inicio.” Retomaría así una frase interrumpida apenas por un instante, y se transformaría en una “pequeña laguna”  en el desarrollo del discurso. El punto, dice, de su desaparición posible.

Roberto Bolaño cumplió con ese poético deseo de Foucault, pero más a lo bestia. Se subió a la literatura como quien se trepa a un camión en marcha y se instaló en ese universo con la lucidez de quien se sabe apenas un accidente del camino. Y tal vez por esa lucidez fue el gran mago de las piezas inconclusas, de los géneros violentados, de la obra que se completa sólo con la participación del lector, y que se vuelve a escribir en cada intervención crítica.

El hecho de que buena parte de su producción haya sido publicada después de su muerte hace que lo de las reescrituras no sea sólo metafórico. Cada libro que aparece es el resultado de decisiones tomadas por alguien que no es el autor, sino el editor en el que éste depositó su confianza. Es el caso de El secreto del mal, un volumen en el que Ignacio Echevarría incluyó piezas de distinto carácter, recuperadas de los archivos que Bolaño conservaba, pulcramente organizados, en su computadora.

La introducción de Echevarría explica cuidadosamente la procedencia de cada texto, así como las razones del orden en que los presenta. También hace referencia a esa característica de la obra de Bolaño que “parece regida por una poética de la inconclusión” y que dificulta la tarea del responsable de las ediciones tanto como desconcierta a los lectores y estimula a los críticos.
Antes de ser un novelista reconocido y multipremiado, Roberto Bolaño era un poeta que arrastraba por el mundo un cuerpo maltratado y un espíritu menos rebelde que fastidioso. De creer en la literatura, podríamos pensar que era, como su alter-ego Arturo Belano, protagonista de Los detectives salvajes, un hambriento sin apetito, un trasegador de café con leche siempre con un libro pronto y sin un editor que se arriesgara a publicarlo. Pero Roberto Bolaño creció, y aquellos vientos trajeron estas tempestades.

El secreto del mal incluye varios cuentos acabados, otros que parecen apenas tramos de una novela a la que le falta todo lo de alrededor (pero es Bolaño, así que un cuento puede ser así y punto: un relato inconcluso; un hermoso pedazo de ficción al servicio de nada, salvo de la idea misma de “ficción”), algunos textos que fueron parte de conferencias (una de ellas, también inacabada, para variar), y relatos en los que recuerda algún episodio de su vida.  Dicho así parece que Echevarría hubiera caído en ese pecado tan común entre los editores y los albaceas literarios, que es el de aprovechar cualquier material escrito por el difunto para hacer un nuevo libro. Pero no es el caso. El caso, en realidad, es que la mezcla y la violación de los límites de los géneros, así como la destrucción de ciertas ilusiones (la de conclusión, la de universo cerrado, la de problema resuelto) son la materia misma de la escritura de Bolaño, y no es descabellado pensar que él mismo hubiera presentado un libro como éste, lleno de puertas abiertas, tan intenso como inquietante, angustioso en sus espacios vacíos, desesperante y resignado. Porque Bolaño parece escribir para fijar ese momento en que no hay suelo delante (o mejor: para fijar la emoción, el terror de ese momento), ese instante, que para los latinoamericanos parece repetirse infinitamente, en el que no se sabe qué va a pasar, pero se sabe que hay que dar otro paso, aunque sea en el vacío.

La sensación de precariedad, de tiempo habitado pero no dominado, llega a hacerse muy intensa en algunos cuentos mediante el uso del presente del indicativo. Un disparador cualquiera (una película, una fotografía, un sueño) desata una o varias historias seguidas paso a paso por un narrador que se comporta como la cámara subjetiva en el cine. El lector no puede hacer más que seguir el recorrido de la cámara, pero sufre la angustia de la falta de perspectiva (esa convención tranquilizadora que, en la escritura, se apoya en el uso de los pretéritos del indicativo y que delata la presencia de un autor que no nos va a dejar caer, porque sabe por dónde camina y hacia dónde va) y siente el ahogo de un contrato opresivo que lo obliga a seguir los acontecimientos pero no le permite ubicarse a salvo.

En otros casos la inquietud no proviene del manejo temporal, sino simplemente de lo que no se dice. Es el caso del último relato, en el que un hecho terrible de la vida de Arturo Belano (la desaparición de su hijo de quince años durante las Jornadas del Caos en Berlín, en el año 2005) pone en movimiento la acción, pero luego se olvida para dar paso a los recuerdos de Belano e instalarse en un nuevo comienzo posible (el de la historia de Belano joven), que, por supuesto, tampoco se resuelve.

Pero no todo es ficción. El volumen incluye también dos trabajos críticos que ya habían sido publicados en Entre paréntesis (Barcelona, Anagrama, 2004) pero que Echevarría consideró más cercanos al contexto general de El secreto del mal. El primero, “Derivas de la pesada”, es el texto de una charla cuyo tema es la literatura argentina actual —es decir, lo que quedó después de Borges— y el segundo, “Sevilla me mata”, es el material preparado para una conferencia que debía llamarse “De dónde viene la nueva literatura latinoamericana”. El primero es serio, aunque sea gracioso, y debería agregarse a los estudios académicos sobre literatura argentina. El segundo es brillante, culposo, se despacha sobre el tema con lucidez y se arrepiente superficialmente como quien no quiere ofender a la señora de la casa. Tal vez no sirva para fines pedagógicos, pero debe leerse en diálogo con toda la obra de Bolaño y con esa incomodidad que sus novelas desmesuradas e inolvidables y sus cuentos abiertos por todos lados siguen provocando.

Roberto Bolaño nació en Chile en 1953 y murió en Barcelona en 2003. A los quince años se fue con sus padres a vivir a México. Sobre su vida en México y sus comienzos como poeta en el movimiento infrarrealista trata Los detectives salvajes, la novela por la que obtuvo en 1999 los premios Herralde y Rómulo Gallegos. Su última novela, 2666, le valió comparaciones con Cervantes, Proust y Sterne, entre otros. Además de su obra narrativa dejó una vasta obra poética. Junto con El secreto del mal la editorial Anagrama lanzó La universidad desconocida, una colección de su poesía ordenada por el propio Bolaño en el año 1993 (al enterarse de que padecía una enfermedad crónica, que finalmente lo mató) y a la que se agregaron algunos textos que ya habían sido publicados en revistas y libros. 
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El secreto del mal, de Roberto Bolaño. Barcelona, Anagrama, 2007, 182 págs. 

* Soledad Platero. Texto publicado en Revista Espectacular, de Uruguay, en 2008

2 comentarios:

  1. Soledad: al leer tu reseña, nobleza obliga, siento que la mía se encoge. Jeje... :)

    Gracias por este blog.
    Un abrazo.
    LDL.

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  2. Para nada!! me dio curiosidad ver que habías comentado este libro, y me llevé la agradable sorpresa agradable de una lectura distinta y muy buena. me encantó tu reseña.
    beso,
    soledad

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