lunes, 7 de junio de 2010

No se culpe a nadie*


Al primer golpe de ojo ésta parece otra novela simpática del tipo “historias tragicómicas de personajes marginales”. Eso prueba que no hay que confiar en el primer golpe de ojo. Apenas avanzada la lectura Carlota podrida se revela como un texto de agudeza sorprendente, y mucho antes de haber llegado a la mitad cualquier lector habrá entendido, sin sombra de duda, que se topó con uno de los libros más bellos, más dolorosos y más inteligentes de la narrativa de los últimos veinte años.
Sergio Techera es un músico cuarentón de la ciudad de Treinta y Tres, que se gana la vida tocando cumbia en los bailes, a pesar de que odia la cumbia. Hubiera querido estudiar filosofía en Montevideo, pero la muerte de sus padres truncó ese sueño. El personaje de Techera puede parecer extraño a los montevideanos —un tipo hipereducado y culto que no tiene ningún vínculo con los sectores acomodados del pueblo— pero nuestro país da esos mutantes, que no deben ser confundidos con el clásico bichicome poeta, ni con el loco filósofo o demás pintorescos atorrantes profusamente rescatados por la literatura costumbrista. Ricardo Sergio Techera es hijo de una profesora de piano; creció durante la dictadura y se educó en la benéfica influencia de la restauración democrática. Es posible inferir, sin embargo, que Techera está bastante lejos de pertenecer al universo militante y culto de la restauración, y que es precisamente esa marginalidad la que afila el lápiz de su fina, dolorosa capacidad crítica.
Antes de seguir, conviene aclarar algo: la novela está narrada en dos secuencias que se intercalan. Una, en tercera persona, desarrolla una anécdota que tiene algo de policial, algo de sainete y algo de tragedia del subdesarrollo. En esa secuencia Techera es el héroe —un héroe devaluado, criminal— y cuenta con varios ayudantes y con un oponente abstracto, que es la vida misma.
La otra secuencia, que la tipografía distingue en itálicas, es un alegato perfecto, implacable y sin esperanza ante un tribunal más ciego que la mismísima diosa de la justicia. Escrita casi toda en segunda persona (esa primera persona falsa y demandante), es la carta de Techera a su víctima, y da cuenta de las razones que lo llevaron a cometer el crimen. Ambas secuencias funcionan, respectivamente, como relato y metarrelato.
ESTRELLA EN APUROS.
Lo que está narrado en tercera persona es la historia, desplegada cronológicamente, de un plan, su ejecución y sus consecuencias. El plan consiste en secuestrar a Charlotte Rampling —la estrella británica, ahora reconvertida en activista social— aprovechando su visita a la ciudad de Treinta y Tres en el marco de una gira benéfica. Rampling fue el gran objeto maravilloso de Techera; la forma misma de lo deseable; esa que mira desde la pantalla, y lo que mira no lo ve. El secuestro, por supuesto, no tiene nada que ver con ganar dinero, pero tampoco con satisfacer una calentura adolescente mediante el estupro. Lo que Techera quiere es arañar la burbuja aséptica que protege a Rampling y obligarla —amorosa, fervientemente— a oler un ensopado criollo, un efluvio de caña brasilera, un cabo de vela de sebo, una pared con humedad.
Nadie en Treinta y Tres conoce a Charlotte Rampling tanto como Techera. Y seguramente nadie en el universo haya dedicado tanto esfuerzo silencioso, tanto tiempo y tanto deseo a un objeto tan distante y helado, tan singular, tan poco apropiado para ese fin. Pero él no es de los que se alinean detrás de fetiches vulgares, ni de los que se dejan arrastrar por pasiones pelotudas. Él es un melancólico, un exquisito, un solterón solitario marcado a fuego por la certeza del simulacro y del error. Un fervoroso —aunque discreto— militante de la carencia.
SÓLO PARA SUS OJOS.
El plan sale bien, y la flaquísima estrella es secuestrada y retenida en un oscuro galpón que tiempo atrás alojó a una fábrica de enanos. Durante el tiempo que dura el encierro de la diosa, Techera está en constante víspera, siempre a punto de entrar al cuarto en el que yace Ella, pero no lo hace. Mientras tanto, escribe el largo texto explicativo, que puede leerse como el más conmovedor poema de amor desde aquel “soy yo, soy Borges” de El Aleph.
Y ahí es donde el texto de Espinosa desborda los límites de la novela moderna y arma su propio metarrelato, cerrando un paquete que es obligatorio describir como posmoderno, y que hace de este libro de poco más de cien páginas un objeto que se abre en innumerables direcciones. Porque el texto en itálica no es la cura de Techera mediante la palabra, sino la imposibilidad de la cura, porque no se puede confiar en las palabras. Es un repaso exhaustivo de los simulacros con los que debe transar una persona que no puede dejar de ver la diferencia entre el aire limpio que rodea a una estrella y la pestilencia que envuelve a una hembra de edad indefinida y vientre cruzado de estrías que sacude las caderas en un baile de Treinta y Tres.
Antes de ser el perfecto neurótico que escribe, Techera fue un niño como cualquiera, empecinado en unir las cosas del mundo, masivas e indistintas, a nombres claros y definitivos. Elaboró listas de pájaros, de juguetes, de personajes, de ciudades, como todos los niños. Es parte del crecimiento de cualquier sujeto bien logrado transformar esas listas de la infancia en relatos. Y es condición de posmodernidad entender que esos relatos son fábulas de escasa consistencia, simulacros, escenas hipertrofiadas que empobrecen la realidad, a fuerza de ofrecer mundos más coloreados, más nítidos y desodorizados. “Lo que quizás le resulte novedoso es que un Watusi de Treinta y Tres sienta algo así como angst porque la aldea en que transcurre su existencia no es Brujas ni Ciudad Gótica. Aquella noche pegajosa y tibia en medio del invierno, antes de entrar al cine, yo sentía eso: la rabia triste de un sordo absoluto de nacimiento que puede leer partituras de música barroca.”
Techera sabe que Charlotte Rampling es un objeto de deseo (algo sublime, en suma) pero decide retirarla del plano de los objetos fantasmáticos y sumergirla en el plano del olor de las cosas. Al mismo tiempo, necesita explicarle por qué lo hace. Necesita volcar sobre esa diosa humillada, no sólo su ansiedad, sino su desencanto. Necesita restituir cierta justicia a un mundo demasiado desparejo, y para lograrlo no alcanza con mezclar en la retorta del mismo aire caliente el sudor de una diosa y la pestilencia de unas chancletas de goma. “Los propósitos de mi relación, repito, siempre fueron exponer algo así como el backstage teórico del lapso horrible que intercalé en su vida [...]. Porque me pareció útil a ese propósito explicativo (aunque también por desconcierto, por miedo, por desahogo) describí mi propia situación de enunciación, ...”. Por eso, aunque el final esté lejos de ser optimista, hay, en la potencia misma del lenguaje, en su capacidad autorreflexiva, munición suficiente para enfrentar la caída de varios relatos.
Gustavo Espinosa (Treinta y Tres, 1961) es autor de la novela China es un frasco de fetos (H editores, 2001), ganadora del concurso Posdata 2000. Además ganó el premio Fondos concursables del MEC para la publicación de su libro de poesía Cólico miserere (Trilce, 2009).
Carlota podrida, de Gustavo Espinosa. Ed. Hum, Montevideo, 2009, 119 págs.
*publicada en EL PAÍS CULTURAL el 15/01/201

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