lunes, 7 de junio de 2010

La madre del cine Z*

En el prólogo a Cien años de raros (Arca, 1966) Ángel Rama despacha en apenas un par de líneas las peculiaridades de Armonía Somers que justifican su inclusión en ese volumen, poblado exclusivamente por autores sombríos o delirantes. Dice que, de todos los seleccionados, ella es posiblemente quien “más tesoneramente representa el espíritu experimental, inconformista, subjetivo, de entonces” (habla de los años ‘40 y ‘50 en el Río de la Plata) y observa también que es difícil establecer sus influencias literarias. Algunas páginas más adelante, en la breve presentación que antecede al cuento “El desvío”, se extiende un poco más para dar cuenta del recorrido de Somers desde la audacia temática de La mujer desnuda (Clima, 1950) hasta su maduración artística en las obras posteriores, atravesadas por una “severa y feroz exploración de la sexualidad” y una “fascinante invención, profunda, compleja”.
Armonía Somers (cuyo nombre civil fue Armonía Etchepare de Henestrosa) no fue una escritora especialmente estudiada en Uruguay. Aunque siempre tuvo, como ella misma ha dicho, detractores y fanáticos, son escasas las publicaciones críticas sobre su obra, y por lo general las referencias se limitan a datos biográficos y breves apuntes sobre sus temas de preferencia y sus peculiaridades estilísticas. Condenada a habitar la góndola de los raros (y tal vez salvada por esa misma razón) Armonía Somers es sin embargo una autora consagrada, aunque sus historias, escabrosas y provocativas hace cuarenta o cincuenta años, ya no puedan escandalizar a nadie, y aunque su escritura, despareja y extraña, no se hubiera destacado nunca por la calidad de la prosa.
AQUELLA DECAPITADA.
Todo empezó con Rebeca Linke, una mujer que cumplidos los treinta años decide escapar de su vida de siempre. La fuga la lleva a una casa en el bosque. Allí termina de desnudarse, se corta la cabeza, se la vuelve a colocar “como un casco de combate” y sale al mundo. Era 1950, y nadie esperaba que una novela uruguaya hablara de una mujer desnuda que recorría los campos, entraba a las casas de los aldeanos dormidos y se frotaba contra sus cuerpos mientras les susurraba nombres exóticos y pensamientos impuros. Se dice que el libro levantó polvareda. No se sabía quién se ocultaba bajo el nombre del autor, y por lo tanto, no se sabía si había que celebrarlo o ignorarlo.
El relato, por su parte, era extraño desde todo punto de vista. Aunque recurría siempre a la legitimidad de la experiencia física —es decir, a las coordenadas del mundo real— se movía sin tribulaciones en un universo de acciones imposibles, de violación constante de los más elementales principios de realidad. La mujer ve su cabeza cortada —cosa curiosa, ciertamente, porque un cuerpo sin cabeza no tiene ojos. Luego de mirarla un rato, de hincarse frente a ella como si fuera un ídolo, de ensayar diversas formas de rendir homenaje a esa parte que ya no está en ella, la mujer (porque la mujer sigue ahí, en el cuerpo decapitado, y no en la cabeza suelta) toma la cabeza y la vuelve a unir al cuerpo. Se dirá que todo el procedimiento es raro, ajeno a las muchas posibilidades del realismo, pero más raro aún es que el cuello de la mujer duela, y que la figura rearmada tenga dificultades, por un instante, para reencontrar plenamente sus funciones de máquina, la visión a través de los ojos, el balance de lo que se ve y lo que se toca.
Razonablemente, la novela fue leída como una metáfora; como una alegoría de lo femenino liberándose del peso autoritario del logos y recobrando lo más puro de la naturaleza física primordial, sufriente y gozosa. Y eso, precisamente, esa obviedad de lo simbólico, esa sobreindicación del significado secreto es lo que hace que hoy resulte desproporcionada, pretenciosa, a la vez ingenua y solemne. Es claro que leer un texto y desconsiderar sus condiciones de producción es, al menos para este caso, tramposo y mezquino. Sin embargo, sobre lo impactante del relato en 1950 ya se ha dicho mucho, mientras que no se ha dicho tanto sobre lo que puede provocar una lectura actual.
CINE BARATO Y ATERRADOR.
Se conoce como “cine Z” a esa producción cinematográfica de bajo presupuesto y escasos valores dramáticos que ofrece, como contrapartida a su pobreza estética y conceptual, una descontrolada imaginación y altas dosis de sexo y violencia. Las últimas décadas han formado ejércitos de expertos en el género, gracias a la profusión de películas tipo Z en trasnoches de la televisión abierta y en ciclos especiales del cable. Cualquier espectador de cine Z sabe que las mujeres que andan desnudas por los campos, que se meten en las casas de los aldeanos y les perturban el sueño, que vuelven loco al cura y terminan provocando un incendio descomunal, son las reinas de la escena. Tampoco ignoran estos espectadores la profunda religiosidad que alienta en el fondo de esos dramas. Las mujeres malditas, los enanos, los personajes siniestros en general, están ahí, como en la novela gótica, para señalar las fallas del sistema y el descuido de las obligaciones hacia Dios. Contra la disciplina y la hipocresía del racionalismo, el oscuro retorno de la bestia, o la candorosa irrupción de la naturaleza primigenia. Rebeca Linke, víctima sacrificial en un mundo de hombres torvos y mujeres reprimidas, sería una gran estrella del cine Z. Sin embargo, la novela —y puede decirse lo mismo de toda la obra de Somers— se salva en otra parte, ajena a la truculencia de la trama o a los desbordes de la imaginación.
Elvio Gandolfo señala, en el prólogo de esta edición, que la autora “apenas quiere instalar, nada menos, el modo de contar una historia como nadie lo ha hecho antes”, y hay bastante de cierto en esa apreciación. Claro que no por el tema, ni por sus connotaciones, ni por las reiteradas imágenes de corte gótico (cuando no directamente gore), sino por la incesante irrupción de la voz narrativa en forma de reflexiones y juicios, de observaciones apodícticas que caen sobre la escena y sobre los personajes con el peso de la fatalidad y que golpean al lector con la fuerza de lo evidente naturalizado, lo que siempre estuvo ahí, pero sólo se hace notorio cuando alguien lo indica como con el dedo de Dios.
FIGURAS Y ACOTACIONES.
El asunto de lo extraño (o lo ominoso, o lo desnaturalizado) es el nudo del arte. Ya sea por parecerse a la realidad, sin serlo, o por distanciarse de ella, la representación del mundo se ofrece como arte precisamente en esa distancia entre la cosa y su imagen. En literatura, los más grandes autores son, generalmente, los que consiguen el efecto de extrañamiento del lector de manera sutil, casi involuntaria. Con Armonía Somers el punto no es tan claro. Por un lado, su escritura es una avalancha de imágenes, de oraciones retorcidas en las que la palabra parece perseguir una ilustración que dé color al juicio, a la reflexión moral, a la denuncia o la queja: “Por un breve segundo del asombro, tuvo la revelación de que recién acababa de saberlo, que no había presenciado él ese proceso que descompone a un ser tan ferozmente, sino que estaría cayéndole de golpe, quizás desde algún planeta en desalojo, el resto de humanidad que tenía delante.”(p. 36).
Es también exacta otra observación del prologuista, que compara el despliegue del relato con el de “un extraño mazo de naipes medievales entre visuales y narrativos”. Lo cierto es que la apretada prosa de Somers es, muchas veces, exagerada en el peor de los sentidos. Es inevitable, al leerla —aunque no siempre, no constantemente— pensar en la escritura de algunos periódicos de pueblo, con sus frases ampulosas, grandilocuentes, enemigas de la oración clara y de la información concisa. Sin embargo, y por otro lado, las observaciones son precisas y justas, más allá del ropaje retórico. Cuando los hombres de la aldea comienzan a formar una multitud que perseguirá a la mujer desnuda, se impone, entre las imágenes de persecución medieval, la contundencia de las razones explicitadas por la voz narrativa: “Uno, el primero en ser tocado por la novedad, tuvo la precaución de tomar la horquilla de peinar las parvas. Lo importante de aquel acto desmedido fue el ejemplo.” (p.42). Valiéndonos de la imagen acuñada por Gandolfo podríamos decir que a cada naipe visual o narrativo le sigue una especie de didascalia, una acotación del narrador que señala lo importante de cada secuencia. Y es en la lucidez de esas observaciones, en la precisión con que se solapan al desmesurado relato que Armonía Somers se diferencia de una simple contadora de historias truculentas.
PESADILLAS DE MAESTRA.
En diálogo con Miguel Ángel Campodónico (Armonía Somers, papeles críticos, Montevideo, Linardi y Risso, 1990) Armonía dice que le teme a “la malversación de fondos argumentales”. Dice también que no puede evitar vivir como un robo ese modo de arruinar algo, un tema, una historia que pudo haber sido buena y que termina siendo sustraída al patrimonio de todo lo narrado, que es único y común. Esa obsesión por el aprovechamiento de las historias posibles tal vez haya sido nociva para su obra, a fin de cuentas. Es notorio, al avanzar en la colección de relatos que se publicaron por primera vez en 1988 bajo el nombre de La rebelión de la flor. Antología personal (Librería Linardi y Risso, con prólogo de Rómulo Cosse), que la escritora fue una mujer acosada por historias posibles. Ella veía historias en todas partes, pero sobre veía la sordidez, la mezquindad o la tragedia allí donde la mayoría de las personas no ve nada. Una plaza con sus personajes fijos (todas las plazas los tienen: un mendigo, un fotógrafo, un lustrabotas, una señora que pierde la tarde alimentando palomas), un callejón cualquiera, una rica casa de balneario, un matrimonio de años, un entierro, cualquier asunto de todos los días podía ser atravesado por la mirada enturbiadora de esa mujer que se empecinaba en mostrar la parte embarrada del mundo. Hasta ahí todo está bien, pero el asunto se pone más difícil cuando entra a tallar, precisamente, la preocupación por no arruinar el tema. Tal como observó Rama, en Somers no son muy visibles las influencias literarias. Hoy podríamos sugerir que tal vez eso se deba a que no hay, no tiene influencias literarias de peso. Podríamos decir que fue, en tanto escritora de literatura, autodidacta. Así, su prosa es salvaje: poderosa e iluminada a veces; entreverada, disonante y oscura al minuto siguiente. Y aunque no la guiaran grandes nombres propios, es evidente que toda la literatura y toda la imaginería de Occidente la atravesaban. Sus temores y fantasías son los del folletín, pero también los de las leyendas y relatos, los de las creencias y los mitos paganos y cristianos.
Borges decía del puritano Nathaniel Hawthorne que era un autor “de imaginación” y no “de pensamiento”. Esa condición de Hawthorne, mucho más capaz de ofrecer imágenes que argumentos, lo condenaba a contar siempre historias alegóricas y relatos con moralejas. Algo similar ocurre con Armonía Somers, pero la peculiaridad de esta autora está en la forma en que las imágenes se alternan con las reflexiones, de modo tal que la moraleja no surge al final, sino que va acompañando la trama.
HISTORIAS ELEGIDAS.
La introducción a cargo de la autora de los relatos de La rebelión de la flor (la edición de El cuenco de plata no recoge el prólogo de Cosse de la versión de 1988) debe ser mencionada como un relato más, o como uno privilegiado. Siempre hay algo intenso, íntimo en la comunicación directa que un autor establece con su lector. Sin pretender atribuir algo como sinceridad o transparencia a textos de ese tipo, hay sí que reconocerles una capacidad única de seducción. Cuando un escritor habla de literatura con el lector —de sus propios libros, pero también de otros, o de temas, o formas, o problemas literarios— instala un vínculo de amor, o de adoración, distinto por completo del que surge al leer una historia. Los relatos leídos luego de esas palabras estarán, inevitablemente, modificados, porque la intimidad modifica las cosas para siempre. El criterio de selección para esta antología no es estrictamente el de las preferencias personales de Somers, sino otro, que ella explica para cada caso.
El resultado es coherente con el conjunto de su obra: alterna momentos de enorme intensidad y lucidez con otros de incomprensible y grandilocuente moralina. Aparecen temas recurrentes (la virgencita apresada en porcelana y cera, entrevista por Rebeca Linke en una casa de la aldea, casi al comienzo de La mujer desnuda y liberada por fin mediante el recurso de tentar a un hombre en “El derrumbamiento”; los extraños que se mueven por calles y plazas, invisibles para los paseantes habituales pero siempre sospechosos de vicios siniestros) que no son distintos de los que alimentan las pesadillas de toda una cultura. Se muestran también, como en una retórica anticuada hasta para ella, criaturas infantilizadas que casi siempre son negros o personas muy pobres y que tienen la función de ayudar al héroe o la heroína en apuros. Se incluye un relato inaudito cuya única justificación parece ser el vínculo mágico con Ángel Rama (“Carta a Juan de los espacios”) y otro, “Jezabel”, que hasta ese momento había permanecido inédito y que no termina de cuajar, por más buena voluntad que se le ponga a la lectura, como una historia bien contada. Pero también hay historias como “Muerte por alacrán”, “El entierro” o “La calle del viento norte” que ilustran con justicia las razones por las que Somers es admirada o defenestrada, casi sin grados intermedios.
Intensa, atrevida, rocambolesca, ingenua y descabellada, Armonía Somers no es una intérprete intelectual de su época y su cultura, como otros autores, sino una oficiante de los rituales compartidos, una mujer nacida en un hogar obrero que se lanzó a ilustrar pesadillas y amonestar, con voz de maestra brillante y esforzada, a los pecadores y mercaderes que desde el principio de nuestra era han estado profanando el templo.

La rebelión de la flor. Antología personal, de Armonía Somers, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2009, 189 págs.
La mujer desnuda, de Armonía Somers, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2009, 123 págs.


*publicada en EL PAÍS CULTURAL el 26/2/2010

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