Entre los muchos problemas teóricos y prácticos que supone la escritura de cualquier novela, uno de los más importantes es el de la definición. Ya se sabe que mientras el cuento debe resolver el relato de un hecho atendiendo a la economía y a los actos, la novela puede permitirse la digresión, las trampas temporales y la combinación de discursos de diversas naturalezas. Sin embargo, aun con todas esas facilidades el escritor debe plantearse qué es, o qué será, el texto que tiene entre manos: ¿el relato lineal de una historia, más o menos dilatado en el tiempo?; ¿una colección de voces alternadas que obligue al lector al esfuerzo de armar la secuencia hasta encontrar la anécdota?; ¿una reflexión instalada sobre el soporte de un asunto cualquiera, más o menos trágico, más o menos trivial? En todo caso, la novela, cualquier novela, es, desde hace tiempo, un objeto problemático que ya no se ofrece con la transparencia de antes, cuando quería ser un espejo que se paseaba a lo largo de un camino. Estas dos piezas argentinas publicadas el año pasado pueden ser tratadas como soluciones opuestas al asunto de qué es y cómo es una novela.
Celeste y Blanca es una de esas que Milan Kundera señalaría como novela-juego: una narración que no se apoya en el recurso sagrado de la unidad de la acción sino que se permite ir y venir sobre lo dicho, poniendo en duda la autoridad del narrador, la linealidad del tiempo y la pertinencia de cada enunciado. Hay una anécdota central que no es más que una excusa para desplegar un texto que reflexiona sobre la naturaleza de la novela y sobre los motivos que alguien podría tener para escribir una, pero esa anécdota es tan disparatada —el avance de dos princesas hermanas aliadas contra un príncipe vecino que las sedujo y las abandonó— como inconducente. El narrador se distrae constantemente y pierde el hilo del relato, se entusiasma con historias que no tienen nada que ver con la anécdota que debía referir, promete libros futuros que tratarán asuntos que en éste no han podido ser desarrollados, desmiente lo que acaba de decir mediante aclaraciones que indican que hasta una o dos palabras antes quién hablaba no era él, sino alguien que le prohibió usar las comillas, y protesta porque al fin y al cabo un escritor no es, necesariamente, una persona muy dotada para la escritura.
Como decíamos antes —y otros han dicho mejor— la novela es ese género que puede permitirse la reflexión sin caer en la afirmación o en la certeza. Puede ocuparse de cualquier asunto, grande o pequeño, sin necesidad de ser coherente más que consigo misma. El autor de “Celeste y Blanca” —es decir, el personaje que, en Celeste y Blanca, está escribiendo una novela que se llamará “Celeste y Blanca” y contará la historia de dos hermanas llamadas Celeste y Blanca— dice que adora las notas al pie que aparecen en los ensayos. Sostiene que es en las notas al pie que los autores se permiten las hipótesis más arriesgadas, las provocaciones más interesantes, los hallazgos más novedosos. Y más adelante promete que su siguiente libro se llamará “Las bastardillas son mías”. Porque en el fondo, el narrador sabe que en materia de escritura todo parece reducirse a protocolos, y que así como los ensayos deben respetar ciertas condiciones mínimas de seriedad para ser lo que son, la ficción debe arreglárselas para seguir armándose sobre los pocos argumentos que existen.
Guillermo Piro (1960) es poeta, traductor, editor y periodista. Publicó varios libros de poesía, la colección de relatos breves Guillermo Hotel (2008) y la novela Variaciones del Niágara (2000) con la que obtuvo el 2º Premio Nacional de Literatura.
En el otro extremo de las posibilidades narrativas se ubica Glaxo, de Hernán Ronsino. Narrada a cuatro voces, Glaxo es la evocación de una historia que debe ser armada por el lector con los datos proporcionados por los personajes, pero que se engancha además con otros sucesos, anteriores y posteriores, que no forman parte de la anécdota.
En un pueblo chico de la pampa argentina —o mejor, en una esquina de pueblo chico de la pampa— tres o cuatro personajes repiten, una vez más, la historia eterna de la traición, la mentira, la muerte y la venganza.
Si la novela de Piro era un juego que retomaba la corriente irónica y metadiscursiva de Sterne, Diderot, Machado de Assis o Macedonio Fernández, la de Ronsino pertenece a la más rotunda estirpe de lo trágico. Y ya se sabe que lo trágico emerge cerca de lo salvaje, de lo tribal, de lo endogámico. Las tragedias se apoyan en valores como el honor, la obediencia, la lealtad, la pertenencia. Responden al llamado primitivo de la guerra, al dominio territorial, al predominio del macho. Por eso no es raro que los hechos de sangre que se producen en una esquina cualquiera del costado de un pueblo que no tiene ni nombre —el lugar es evocado siempre por el nombre de una fábrica que emplea a muchos trabajadores— deriven, sin más razón que la fuerza del destino, de una masacre anterior, ocurrida muy lejos de ahí. La única pista para relacionarlos está en el epígrafe del libro —tomado de Operación masacre, de Rodolfo Walsh— y en las palabras de uno de los involucrados, que termina por dar la versión completa de los acontecimientos.
Sin embargo, las voces de los otros protagonistas, separadas por varios años, son imprescindibles para entender el clima en que las cosas ocurrieron. Y son necesarias también para entender que la cadena de muerte no terminó ahí, porque la muerte está en el aire en esos años, y porque las fuerzas que soplaron el viento del destino desde lo que se conoce como los fusilamientos de José León Suárez, en 1956, hasta una esquina de pueblo en la pampa, en 1959, seguirían agitando el aire en la Argentina hasta bien entrados los años ochenta.
Vale la pena destacar la maestría con la que Ronsino distingue las voces de sus personajes, de un modo discreto, ajeno a toda mímesis, pero que logra redondear el lugar preciso que, por su carácter, ocupa cada uno en el tablero de la historia.
Hernán Ronsino nació en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, en 1975. Publicó en 2003 el libro de relatos Te vomitaré de mi boca (premiado por el Fondo Nacional de las Artes) y en 2007 la novela La descomposición.
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Celeste y Blanca, de Guillermo Piro, Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2009, 138 págs.
Glaxo, de Hernán Ronsino, Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2009, 92 páginas.
*publicada en EL PAÍS CULTURAL el 15/5/2010
Celeste y Blanca es una de esas que Milan Kundera señalaría como novela-juego: una narración que no se apoya en el recurso sagrado de la unidad de la acción sino que se permite ir y venir sobre lo dicho, poniendo en duda la autoridad del narrador, la linealidad del tiempo y la pertinencia de cada enunciado. Hay una anécdota central que no es más que una excusa para desplegar un texto que reflexiona sobre la naturaleza de la novela y sobre los motivos que alguien podría tener para escribir una, pero esa anécdota es tan disparatada —el avance de dos princesas hermanas aliadas contra un príncipe vecino que las sedujo y las abandonó— como inconducente. El narrador se distrae constantemente y pierde el hilo del relato, se entusiasma con historias que no tienen nada que ver con la anécdota que debía referir, promete libros futuros que tratarán asuntos que en éste no han podido ser desarrollados, desmiente lo que acaba de decir mediante aclaraciones que indican que hasta una o dos palabras antes quién hablaba no era él, sino alguien que le prohibió usar las comillas, y protesta porque al fin y al cabo un escritor no es, necesariamente, una persona muy dotada para la escritura.
Como decíamos antes —y otros han dicho mejor— la novela es ese género que puede permitirse la reflexión sin caer en la afirmación o en la certeza. Puede ocuparse de cualquier asunto, grande o pequeño, sin necesidad de ser coherente más que consigo misma. El autor de “Celeste y Blanca” —es decir, el personaje que, en Celeste y Blanca, está escribiendo una novela que se llamará “Celeste y Blanca” y contará la historia de dos hermanas llamadas Celeste y Blanca— dice que adora las notas al pie que aparecen en los ensayos. Sostiene que es en las notas al pie que los autores se permiten las hipótesis más arriesgadas, las provocaciones más interesantes, los hallazgos más novedosos. Y más adelante promete que su siguiente libro se llamará “Las bastardillas son mías”. Porque en el fondo, el narrador sabe que en materia de escritura todo parece reducirse a protocolos, y que así como los ensayos deben respetar ciertas condiciones mínimas de seriedad para ser lo que son, la ficción debe arreglárselas para seguir armándose sobre los pocos argumentos que existen.
Guillermo Piro (1960) es poeta, traductor, editor y periodista. Publicó varios libros de poesía, la colección de relatos breves Guillermo Hotel (2008) y la novela Variaciones del Niágara (2000) con la que obtuvo el 2º Premio Nacional de Literatura.
ETERNO RETORNO DE LO TRÁGICO.
En el otro extremo de las posibilidades narrativas se ubica Glaxo, de Hernán Ronsino. Narrada a cuatro voces, Glaxo es la evocación de una historia que debe ser armada por el lector con los datos proporcionados por los personajes, pero que se engancha además con otros sucesos, anteriores y posteriores, que no forman parte de la anécdota.
En un pueblo chico de la pampa argentina —o mejor, en una esquina de pueblo chico de la pampa— tres o cuatro personajes repiten, una vez más, la historia eterna de la traición, la mentira, la muerte y la venganza.
Si la novela de Piro era un juego que retomaba la corriente irónica y metadiscursiva de Sterne, Diderot, Machado de Assis o Macedonio Fernández, la de Ronsino pertenece a la más rotunda estirpe de lo trágico. Y ya se sabe que lo trágico emerge cerca de lo salvaje, de lo tribal, de lo endogámico. Las tragedias se apoyan en valores como el honor, la obediencia, la lealtad, la pertenencia. Responden al llamado primitivo de la guerra, al dominio territorial, al predominio del macho. Por eso no es raro que los hechos de sangre que se producen en una esquina cualquiera del costado de un pueblo que no tiene ni nombre —el lugar es evocado siempre por el nombre de una fábrica que emplea a muchos trabajadores— deriven, sin más razón que la fuerza del destino, de una masacre anterior, ocurrida muy lejos de ahí. La única pista para relacionarlos está en el epígrafe del libro —tomado de Operación masacre, de Rodolfo Walsh— y en las palabras de uno de los involucrados, que termina por dar la versión completa de los acontecimientos.
Sin embargo, las voces de los otros protagonistas, separadas por varios años, son imprescindibles para entender el clima en que las cosas ocurrieron. Y son necesarias también para entender que la cadena de muerte no terminó ahí, porque la muerte está en el aire en esos años, y porque las fuerzas que soplaron el viento del destino desde lo que se conoce como los fusilamientos de José León Suárez, en 1956, hasta una esquina de pueblo en la pampa, en 1959, seguirían agitando el aire en la Argentina hasta bien entrados los años ochenta.
Vale la pena destacar la maestría con la que Ronsino distingue las voces de sus personajes, de un modo discreto, ajeno a toda mímesis, pero que logra redondear el lugar preciso que, por su carácter, ocupa cada uno en el tablero de la historia.
Hernán Ronsino nació en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, en 1975. Publicó en 2003 el libro de relatos Te vomitaré de mi boca (premiado por el Fondo Nacional de las Artes) y en 2007 la novela La descomposición.
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Celeste y Blanca, de Guillermo Piro, Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2009, 138 págs.
Glaxo, de Hernán Ronsino, Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2009, 92 páginas.
*publicada en EL PAÍS CULTURAL el 15/5/2010
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